Ed. Santiago Arcos, año 2003. Primera Edición. Tamaño 19 x 12 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 48
Dos poemas largos sostienen este libro de poesía del novelista Sergio Chejfec, el inicial “Mapa”, y “Gallos y huesos”, más extenso, y que presta su título al volumen. Ambos están escritos como una combinación de pentasílabos, de heptasílabos, de eneasílabos, incluso de endecasílabos. Ambos son poemas de un clasicismo de estricta observancia. O tal vez habría que decir que son textos a conciencia de las felicidades y de las constricciones de toda estética clasicista, y esto puede sorprender en un narrador argentino a quien se suele asociar un poco perezosamente con la metaficción de la generación de 1980. De todas maneras, sus poemas son la respuesta infalible a dos preguntas antinómicas, una empírica y la otra contrafáctica: ¿cómo escribe poesía un novelista? ¿Puede leerse Gallos y huesos como la obra de otro autor, haciendo abstracción de la historia literaria argentina?
Del clasicismo tiene Chejfec aquí la deliberada, dolorosa objetividad, la ausencia rigurosa de la primera persona gramatical (salvo ese plural colectivo que es más “el llamado de la especie” que referencia a una comunidad histórica), la ausencia de todo exabrupto lírico e incluso de lirismo tradicional, el punto de vista general, el de un pesimismo distante, que sólo se deja contradecir después de haber planteado sus certezas. Es también una poesía didáctica, y Chejfec parece saber hasta qué punto estamos impregnados de romanticismo y de vanguardismo como para que la sola reunión de la enseñanza y de la poesía repugne a sus lectores menos éticos y más supersticiosos.
Es clásica también la predilección por un mundo de objetos contemplados desde la poética conciencia solitaria, alejada, precisamente en la ocasión que es el poema, del mundanal ruido. Aquí, como en un paisaje griego, se diría que las ruinas son más espléndidas que los edificios intactos y que la muerte de los dioses revivifica a los hombres. En “Mapa”, el poeta, siempre identificado con la clásica impersonalidad (“la mirada humana”), observa un instrumento humano. La cartografía perfecciona a la naturaleza, o a nuestro conocimiento de ella, pero a la vez la violenta, justamente porque eso es conocer: el clasicismo occidental nunca fue la plácida poesía antropocéntrica que celebró las bodas consumadas de hombre y mundo. Pero tampoco hay en Chejfec un fácil binarismo: “Y acercando más un ojo/ Al punto donde el mapa/ No resiste y se rompe/ Distingue sin escándalo/ Un grano/ Erizado y alerta/ De la propia piel”.
Ocularcentrismo positivo, distinción, ausencia de escándalo, conocimiento alerta: “Mapa” culmina en plena exaltación y tensión clásicas. En “Gallos y huesos” el tema es la contemplación nocturna de un osario. Como en “Mapa”, se contraponen la perfección ideal, intelectual, cultural, pero en suma artificial, con la imperfección pútrida del aristotélico “mundo sublunar”, sometido a la corrupción y a la muerte. Como en “Mapa”, la tentación es la de considerar más perfecto aquello que es creación humana o síntesis ideal –aquello que está en suma muerto–. Y como en “Mapa”, la dialéctica triunfa sobre el vitalismo o el naturalismo acríticos.
Una sordina irónica, una perspectiva de cotidianidad son la marca del clasicismo de segundo grado, o elevado a la segunda potencia, de Chejfec. El lector de “Gallos y huesos” puede recordar los osarios de laépica o la elegía griegas y latinas, puede recordar la Esfinge de Gizeh en la décima de las Elegías del Duino de Rainer María Rilke, o la desolada quimera de Luis Cernuda. Pero en Chejfec se trata de huesos de gallos, arrojados en la pileta de una cocina por alguien que llegó arrastrando los pies. Finalmente, no falta aquí el gusto, asordinado, por la mitología. El conocimiento que da la poesía no ha muerto. Los huesos de gallos son el cadáver de la vida, en mitad de un mundo extinguido, casi suburbano, más visitado por las fatigas diarias que por espectaculares aves de rapiña.
Sergio Di Nucci