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Ed. Plus Ultra, año 1985. Tamaño 20 x 14 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 270

Por Armando Zárate
Vermont
Cerro de las Rosas (Córdoba), agosto de 1985

El 16 de febrero de 1835, alto el sol de mediodía, en Barranca Yaco, distante dieciséis leguas de Córdoba, Facundo Quiroga recibía un tiro de pistola en un ojo que lo dejó muerto, tendido en la galera. Toda la comitiva fue sacrificada, salvo un correo y un asistente que lograron huir. El capitán Santos Pérez, al frente de su partida, fue el autor del atentado. El horizonte argentino se oscurecía de incertidumbre y desventura.

La realidad legal se extinguía. Laprida lanceado por las Montoneras del Aldao; Ramírez decapitado en Río Seco; Pringles sacrificado por un sicario de Facundo; Dorrego fusilado por el impaciente Lavalle; Latorre muerto en la prisión por orden del oscuro Fascio.

Facundo fue uno de esos hombres que conturban la inteligencia. Así conturbó la de sus contemporáneos. No es que anduviera descaminada la historia. Siempre es difícil entender a Quiroga puesto que su época fue contradictoria. El disparo de Santos Pérez, en el día seco y brillante del febrero cordobés, anunciaba la inundación sangrienta que sobrevendría. Facundo fue hallado en el fango, con la cara ensangrentada, en el mismo suelo que él había tratado con dureza, desdén y guerra.

El altivo capataz de mulas que servía al Ejército de los Andes, no se había batido por la bandera azul y blanca en Chacabuco o en Ituzaingó. Había sido siempre un desertor. No apreciaba del pueblo otra cosa que la fuerza. No protegió nunca el orden civil, salvo que allí mediara su honor personal. Creía en la libertad sometida a puerilidades sin ley. Fue de esos hombres que se sublevan contra las tiranías sólo cuando lo$ amenaza una tiranía mayor. No comprendió que ya era tarde para volverse agente del porvenir, y sucumbió por ese error. Nunca fue un soldado de la república, un político de principios o un profeta, aun cuando leía la Biblia, el único que encendió sus ambiciones fantásticas. Se creía invencible en el juego, en la guerra y el amor. Era valiente. No cometió jamás ningún acto de infidelidad contra las personas que respetaba. Era lo único que tenía de gaucho, y que lo redimió al fin, ya muerto, de las antiguas ofensas. No fue más querido que odiado, y sin embargo, su muerte imprevista dejó un sentimiento particularmente triste, y así, de diversas maneras, impuso su espectro (su sombra terrible), en los cauces de la historia y la ficción.

La guerra de Independencia, habiéndonos liberado, dividió el genio de los hombres. La contienda fue grotesca. La solución que daban unitarios y federales, estaba viciada de irrealidad y de barbarie. Facundo surge cuando ya había sido vencida la generosa disposición de los caudillos populares, del tipo de Artigas o Güemes. El despotismo, como siempre ocurre, desfigura la percepción de la realidad. Y Facundo es un hombre sacado de quicio por el fanatismo, la infatuación y la soberbia. Su generosa misión, cuando parte hacia el Norte, no fue más que una tentativa imprevisible, errática y viciada. Para nadie es fácil sustentar la justicia cuando se apoya en la fuerza o el terror.

Pero Quiroga tuvo, desde luego, desplantes insustituibles y un alcance popular bastante grande como para ser él mismo un testimonio vivo de la desgracia. Su mito personal no puede aplastar la verdad, porque ello es imposible, pero anduvo en lenguas de las gentes. Se dijo que tenía un pacto con el diablo o que se entendía con su hermoso caballo Moro, especie de corcel sagrado en la predicción de las batallas. Naturalmente, el general Paz sonrió, cuando oyó decir que mandaba un escuadrón de tigres capiangos. Quiroga se movía con rapidez y encono hacia los cuatro rumbos de la guerra, para sitiar una plaza o volver sobre ella, después de una derrota, más implacable y violento. Ni una deuda con su fama, ni una deuda con su fortaleza de tigre. Y, sin embargo, cuando lo asesinaron, sin ser entonces demasiado viejo, andaba casi cojo, quebrantado y reumático.

Toda su leyenda es una condenación en vida. Portando su absurda misión “oficial”, cruzó la pampa y el monte con tesón de fiera, pero regresó muerto a Buenos Aires, en una restaurada y pomposa galera roja. Nadie pensó que así le alcanzaría la muerte, imprevista y en plena soledad. Su nombre se hizo proverbial. Ese destino insólito obró poderosamente en el mundo de la ficción y en el canto de los vivaques.

Por entonces el partido unitario había sido vencido, y la juventud rebelde, enemiga de la dictadura, iba a padecer la expoliación y el destierro. Pero el conflicto de fondo sería el mismo. El desarrollo desigual del país, el control del comercio exterior y la aduana, dividía a los ganaderos bonaerenses y los productores del interior. Sin intereses comunes, la plenitud republicana, no podía superar la época tormentosa. La muerte de Dorrego impuso la dictadura de Rosas; la de Quiroga su retomo vitalicio. Dispuesto a tolerar un régimen federal disimulado, Rosas decidió un largo juicio contra los Reinafé, cuya inculpación decidía el “amigo”, el acusador, el juez y el verdugo. Pero el partido federal, que así se decía, mostraba penosamente sus contradicciones regionales. Cabe así entender que, en definitiva, y como lo han sostenido la mayoría de los historiadores, Quiroga fue una de las víctimas ejemplares del robusto tirano.

Facundo, con su imprudente arrojo, había consentido el desacato de tramar una Constitución. La previsión de esta leyenda magnificó el supuesto de crear la famosa rivalidad, cuando realmente el riojano entraba solo a la pelea, y a vuelta de caballo. Todo esto pudo haber sido cierto porque ambos debían mirarse con recelo y envidia. Pero la verdad es que en ese momento, bastante comprometido, Facundo aceptó la misión propuesta por el hombre que hacía de Buenos Aires el centro de un poder invulnerable, porque los caudillejos del interior se le rindieron o se les cortó al sesgo.

Sarmiento fue de los primeros publicistas que se inquietó por este agudo dilema, que todavía nos asombra. Quiso mostrar que Facundo no era más que un forajido irreductible, provinciano, bárbaro, y con algunas travesuras. Pero entre la denuncia y la admiración inquerida, le salió el titán carismático frente a la helada esfinge de Rosas. Ambos conocían el arte de la intriga y de la conducción de los hombres, pero obraron contra su liberación. Facundo era demasiado primitivo para disimular sus ambiciones. Rosas, en cambio, más astuto, más cobarde, había creado toda una escuela de espionaje y soborno tan completa como perversa.

La fórmula de Sarmiento, que todavía se debate en el fondo de la conciencia humana, era elegir entre la civilización o la barbarie, entre las instituciones libres y modernas o los gobiernos pervertidos y despóticos. Todo esto llegó a extraviarse, y la savia anónima gastó sus energías en guerras inesperadas. Se confundió el valor con el crimen; la tiranía con la religión; la divisa con la virtud, y la turba con el pueblo. Sarmiento no expuso sólo una dicotomía, sino varias, pero dejó endeble la principal, que fue aclarada por Alberdi sin ofender a nadie. Los déspotas no podían ser obra de la campaña criolla y pastora, con la que San Martín armó sus ejércitos y se creó la riqueza natural del país. Fue la ciudad, particularmente Buenos Aires, con sus instituciones vencidas la que, buscando acomodo y amparo, corrompió el carácter político de Rosas y encendió su ambición.

La Argentina de aquella época fue como el balancín de un reloj que marcaba alternativamente la pobreza ética y el heroísmo sin redención. La muerte de Quiroga significó el temor, la inseguridad pública, con todo su vuelo incrédulo o sospechoso. Barranca Yaco no produjo división de opiniones. El regocijo de los enemigos de Quiroga cesó muy pronto, y nació el sentimiento de que éste había sido sacrificado inútilmente. La emoción popular era demasiado fuerte para ser vengativa. Casi fue lo contrario. Lamentó como suyo el brillo del hombre que no claudica y asume con valor el destino que le espera.

Facundo —no siempre mejor o peor que otros—, fue una víctima de su ámbito, el compendio irónico y absurdo de la vanidad personal, del caudillismo y de los que alguna vez se creen agentes providenciales del pueblo. Córdoba había herido su gloria, donde nunca obtuvo una sola victoria. Salvo Eduardo Gutiérrez y Ramón J. Cárcano, nadie ha dicho todavía hasta qué punto Barranca Yaco significó un caso infalible o erróneo de defensa propia. Lo cierto es que la muerte de Facundo se convirtió en un incendio que devoró a los victimarios directos, los cuatro hermanos Reinafé, que armaron con el obsequio de dos hermosas pistolas la mano homicida del capitán. Toda la partida fue sumariada. Los culpables padecieron el castigo de ser enviados a pie a Buenos Aires, y después de tercas indagaciones, sometidos a la parodia del juicio, el indulto y el sorteo, se los condenó a la pena última.

Se dice que Santos Pérez, con su arrogancia habitual, acusó a Rosas de ser el asesino, cuando el piquete de fusilamiento apagó su voz en la Plaza de la Victoria, a las once del día, el 25 de octubre de 1837. Todo parecía así sepultado para siempre. Pero no ocurrió así. Fue difícil el olvido y el reposo. La murmuración cundió por todas partes, y Rosas seguiría siendo el nudo ciego de una intriga misteriosa. El epílogo del turbio asunto, con toda su complicidad, corresponde a la muerte de Domingo Cullén, fusilado por el incansable verdugo rubio, y Manuel de Maza, el juez comisionado de la Causa Criminal, asesinado por la Mazorca en las galerías de la Legislatura. Después de las matanzas de 1840, la tradición ha condenado a Rosas, cuyo nombre se hizo sinónimo de crimen, y siempre será difícil rehabilitar su memoria.

Todo esto ha pasado, pero las pasiones no parecen haber tomado el camino inverso. La intolerancia sigue postergando el porvenir. El hombre es un ser predatorio, pero no está destinado a serlo, porque el principio del mal o la maldad están condenados a un fracaso necesario e ineluctable. Se es más corrompido cuando se acepta lo que antes nos corrompió. El caudillismo, sin orientación moral republicana, será siempre tenebroso, una niebla vulgar y fatalista. El mundo no respeta a los pueblos que se caracterizan por sus abusos. La libertad no consiste en instaurar el reino del terror por los tragaluces de un nacionalismo reprimido, sino salir de él, para no sufrir una justicia mutilada y una rebelión demente.

La imparcialidad de la historia no puede ser la del espejo que sólo reproduce los objetos, sino la del lector que ve, reacciona y falla. Nada mejor, pues, que en esta recopilación se haya procedido con el criterio más amplio y con propósitos culturales. Este volumen se explica también por el interés que despiertan ciertos textos que resumen, además de la tragedia, no pocas curiosidades acerca de Facundo y su mundo inmediato. Todo esto, visto en su conjunto, concierne al lenguaje, a los juicios o su injusto silencio, a la variedad de testimonios, y al sentimiento ético, político y social.

El resultado sería impropio o parcial si no se pusiera aquí todo lo que es posible recoger en un libro de esta naturaleza. No se trata tampoco de imponer una fabulosa variedad que no tenga su correspondiente sentido y lugar. La historia, la poesía o la ficción, se definen por sus fronteras abiertas a través de un proceso de mutua exclusión. Como se trata de una exposición sincrónica del suceso, según ángulos distintos, con sus notas accesorias, quizás sirvan o guíen para que se examinen otros temas cardinales de nuestra historia. Queda aquí a propósito lo que se ha dicho y creído de Barranca Yaco. Se ha de aplicar a ello la conciencia de que el porvenir vuelve con dificultad a una prevención del pasado.

INDICE
Prólogo
I- EL ROMANCE POPULAR
A Quiroga lo hemos muerto
Quiroga perdió la vida
Madre mía del Rosario
La muerte de Facundo y el fin de Santos Pérez
El canto de Juan Facundo o del gaucho Santos
Los versos del gaucho José Santos
II- LA PROSA HISTORICA
Domingo F. Sarmiento, Barranca Yaco
Adolfo Saldías, Contra el rumor popular
David Peña, Historia y pleito
Ramón J. Cárcano, I- Santos Pérez: es hombre de palabra
Ramón J. Cárcano, II- Barranca Yaco, solitaria y sombría
Tomás de Iriarte, Que no quedase vivo un solo testigo
Giuseppe Garibaldi, Rosas detrás del destino de los hombres
Jose María Paz, Un corazón sin odio
Gregorio Aráoz de Lamadrid, Venganza del cielo
Manuel Rawson, El relato extemporáneo de Juan Deheza
Luis Roberto Altamira, Ceremonias y sepulcros
ADDENDA
III- LA CREACION POEMATICA
Eduardo Gutiérrez, La muerte de un tigre
Jorge Luis Borges, El General Quiroga va en coche al muere
Ricardo Molinari, Barranca Yaco 1835
León Benarós, Ya se acabó ese Facundo
Arturo Capdevila, Romance de Barranca Yaco
David Peña, Facundo (drama histórico)
Valentín de Pedro, Romance de Juan Facundo Quiroga
Alberto Ghiraldo, La copa de sangre
Agustín Pérez Pardella, las siete muertes del General
Enrique Molina, Aparece el Hirsuto
Samuel A. Carranza, Romance de Pancho Reinafé
IV- LA CRITICA LITERARIA
Joaquín V. González, Facundo
Saúl Taborda, Meditación de Barranca Yaco
Juan Alfonso Carrizo, Del cantar popular a la prosa de Sarmiento
Timothy Murad, Borges: Visión de Barranca Yaco
Armando Zárate, El Facundo: Un mito como su héroe
Noticia complementaria
Bibliografía general