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Ed. Lumen, año 2006. Tapa dura con sobrecubierta. Edición, introducción y prólogo de Carol Brightman. Traducción de Ana María Becciu. Tamaño 21 x 14,5 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 620
“Para decir cómo es la vida, y cómo nos trata la suerte o el destino, sólo podemos narrarla, como un cuento”.
Hannah Arendt, 31 de mayo de 1971
Se conocieron en el Murray Hill Bar, en Manhattan, en 1944. Mary McCarthy, que por aquel entonces estaba casada con Edmund Wilson, había ido allí en compañía del crítico Cle-ment Greenberg, hermano de Martin Greenberg, que trabajaba con Hannah Arendt en Ediciones Schocken. Arendt ya había publicado artículos y ensayos en el Menorah Journal y en el Contemporary Jewish Record, que ahora empezaban a aparecer en Commentary, Partisan Review y The Nation. Dejaba así el círculo restringido de los inmigrantes judíos alemanes para penetrar en el otro más amplio de los intelectuales neoyorquinos. No era aún la figura que sería más tarde, pero, a los tres años de haber desembarcado en Estados Unidos, emanaba de ella una autoridad que, como escribió uno de sus contemporáneos, William Barrett, al recordarla, «daba la impresión de estar hablando de algo más antiguo y más profundo, eso que ella entendía por la cultura europea» y que fascinaba a sus nuevos amigos norteamericanos.
Fue el humor escéptico de Hannah Arendt lo que más asombró a Mary McCarthy en aquel año de 1944, y una despreocupación, una desenvoltura, análoga a la de Heinrich Blücher, su esposo berlinés, que se ponía de manifiesto en los chistes de refugiados, como aquel del dachshund emigrado que lamentaba su vida anterior de San Bernardo. «Tenía tal vitalidad -evocaba McCarthy en el curso de una entrevista que le hice en 1985- una vitalidad extraordinaria, eléctrica … Me deleitaba, me maravillaba». América, dijo muy jocosa Arendt aquel día en el Murray Hill Bar, no se había «cristalizado» aún. Seguía siendo una nación de tenderos y campesinos, que más pertenecían al viejo mundo que al nuevo y cuya visión social era tan estrecha como amplia había sido la visión política de los Padres fundadores del país.
Dándole un giro distinto, McCarthy se hizo eco de esta observación en un ensayo escrito en 1947. En un afán por dar cuenta del nomadismo que caracterizaba la vida en Estados Unidos, y de lo que ella consideró como «la fealdad de la decoración norteamericana, las diversiones norteamericanas, la literatura norteamericana», en «Norteamérica la hermosa» se preguntaba si esta «vulgaridad» no era la «expresión visible del empobrecimiento de las masas europeas, una manifestación del retraso, las privaciones y la miseria que desembarcaron aquí por toneladas, procedentes de Europa». Haciendo hincapié en la inmensa popularidad que tenían las películas estadounidenses en el exterior, afirmó que «Europa es el negativo incompleto del cual Norteamérica es la prueba».
Europa era, además, el hogar de una «clase alta estable», cuya inexistencia en Estados Unidos, razonaba McCarthy, «era causa, en gran medida, de la vulgaridad de la vida norteamericana». No era la Europa de Hannah Arendt. Ni la «república», como a menudo llamaba Arendt a su país de adopción, se parecía a los Estados Unidos de la posguerra que describía McCarthy. Arendt veía otra cosa. En una carta que dirigió a Karl Jaspers en 1946, le decía con satisfacción que en Estados Unidos no había un «Estado nacional» ni una «tradición verdaderamente nacional».
Las fantasías fueron el motor principal del potencial creativo de estas dos mujeres, que era considerable, y fecundaron no sólo su amistad, que no hizo más que crecer con el tiempo tras un fugaz malentendido que hubo entre ellas al comienzo, sino también su trabajo, en su mayor parte inspirado en ideales inherentes a sus respectivas tradiciones. Pienso en el compromiso crítico de Arendt (en Sobre la revolución y Crisis de la República) con los principios políticos contenidos en la Constitución y en la Declaración de Derechos, y en el de Mary McCarthy en Venice Observed, Piedras de Florencia y Pájaros de América, este último preñado de la filosofía moral de Kant. En El grupo, incluso, con su elenco de personajes muy norteamericanos salidos de la promoción de 1933 del Vassar College, la última palabra la tiene la muchacha que se va: «lacayo», es quien parte a Europa y regresa en la víspera de la guerra en compañía de una alemana, la muy poco femenina baronesa d’Estienne.
En los últimos años de su vida, McCarthy consideraba que su amistad con Hannah Arendt y el crítico italiano Nicola Chiaromonte, a quien también había conocido en 1944, había propiciado en ella una suerte de conversión. «¡Fue probablemente Europa! Me doy cuenta en este preciso instante, no se me había ocurrido antes», me dijo en el otoño de 1980 recordando aquel verano inolvidable en que sucumbió fascinada por Chiaromonte. Fue en el verano de 1945, en la playa de Truro, ya separada de Edmund Wilson, ella y Chiaromonte habían hablado de Tolstói y Dostoievski, «y el cambio, viniendo de alguien como Edmund y su mundo … y la mayor parte de los muchachos de Partisan Review -exclamó- me dejó absolutamente deslumbrada».
McCarthy ya había escrito recensiones de piezas teatrales para Partisan Review y una ficción autobiográfica que luego incluyó en The Company She Keeps. En 1945 estaba traduciendo «L’Iliad, ou le poème de force», un ensayo de Simone Weil, para la revista Politics de Dwight Macdonald, y leía novelas rusas para su primer empleo docente en el Bard College. El cambio al que se refería estaba en la atmósfera, especialmente después de que Hiroshima pusiera fin a su actividad política de entonces y tras su breve coqueteo con el trostskismo. «Teníamos sentimientos apremiantes, en el sentido bíblico», recordó al evocar al pequeño grupo de Truro, entre los que se contaban James Agee, Niccolo Tucci y Miriam, la esposa de Chiaromonte. Pero ese «despertar absoluto» al que ella se refería implicaba esencialmente «pensar en lo que estos escritores [Weil y los rusos] estaban diciendo».
Edmund Wilson, cuyo monumental estudio de la tradición revolucionaria europea, To the Finland Station, se había publicado diez años antes, representaba para McCarthy, «en comparación, un punto de vista literario vacío». A él no se le ocurría nada más que considerar a Tolstói y a Dostoievski como dos simples «escritores», o decir que «el estilo de Tolstói era por supuesto superior al de Dostoievski, pero que escribía en un mal ruso, y cosas así… Jamás se les ocurrió a ninguno de ellos que pudiera existir una relación entre sus propias vidas, su manera de vivir y aquello en lo que creían». Para McCarthy esta relación era algo esencial. Como si las pérdidas que había experimentado en los primeros años de su vida la hubieran hecho especialmente vulnerable al poder de la literatura para dotar de propósito y sentido a esas «melladas tenazas» del yo, «que rasaron los suelos de mares silenciosos», de las que habla Eliot en «El canto de amor de J. Alfred Prufrock».
Chiaromonte y Arendt eran distintos, distintos entre sí como lo eran de los intelectuales neoyorquinos que McCarthy conocía. Pero ambos eran europeos -«Platónicos también», notó McCarthy en 1980, «o socráticos, mejor dicho»-, preocupados fundamentalmente por la moral, tanto en el terreno personal como político. Una concepción que Mary juzgaba más interesante que la preconizada por la sumisión de la política a la ideología. En el credo de Hannah Arendt, amor mundi, la exigencia de colocar el amor del mundo en el lugar de la preocupación excesiva por sí mismo, por ejemplo, devolvía a la vida política algo de ese poder de redención que en su juventud McCarthy había encontrado en la religión.
No es difícil de imaginar lo que ella vio en Hannah Arendt, que «poseía el don de pensar poéticamente en medio de las ruinas de los tiempos sombríos de la humanidad», como escribió uno de los admiradores jesuítas de Arendt. Su amistad, no obstante, hubo de superar una observación poco feliz que hizo McCarthy en 1945, encontrándose ambas en una cena, en Nueva York. Se hablaba de la actitud hostil de los ciudadanos franceses hacia los alemanes que ocupaban París. Mary declaró que lo lamentaba por Hitler, pues era un hombre tan absurdo que hasta deseaba el amor de sus víctimas. La frase fue puro Mary McCarthysmo, calculada para ofender a los antifascistas devotos, no a Hannah Arendt. Pero Arendt se enfureció: «¿Cómo se atreve usted a decir algo así en mi presencia, yo, una víctima de Hitler, alguien que ha estado en un campo de concentración?». McCarthy no atinó a disculparse. Tres años después se cruzaron en una estación del metro, a la salida de una reunión en la que se había discutido acerca del futuro de la revista Politics, y Arendt, según refirió McCarthy, se volvió hacia ella y le dijo: «Terminemos con esta tontería. Pensamos de forma muy parecida». McCarthy se disculpó por lo que había dicho en aquella cena y Arendt admitió que jamás había estado en un campo de concentración, sino internada en un campo en Francia. Y a partir de entonces la amistad entre ellas se profundizó hasta un grado que no tiene equivalente entre los intelectuales modernos.
Mary McCarthy nació en Seattle, en 1912. Quedó huérfana a los seis años y fue criada por tutores católicos, protestantes y judíos. Con el tiempo se transformó en una joven voluntariosa y obstinada que no se doblegaba ante nadie, salvo las mujeres intelectuales que fue conociendo durante su época de estudiante: primero, las mesdames del convento del Sagrado Corazón, en Seattle, más tarde, las del seminario Annie Wright, en Tacoma, y, por último, las del Vassar College.
Hannah Arendt nació en Hannover, en 1906 y se crió en Königsberg, Prusia oriental. Hija única de padres judíos instruidos, fue, en cierto sentido, la más distinguida de las maestras de McCarthy. No obstante su autoridad, tanto moral como intelectual, McCarthy no dudó en poner en tela de juicio el pensamiento de Arendt cuando éste le pareció oscuro o que violaba su sentido de la realidad. Cuando, por ejemplo, critica la definición de totalitarismo que da Arendt, diciendo que es «un plan urdido por la mente de ciertos hombres que se sentían desclasados, con afán de arrebatarles a otros hombres su sentido de la realidad», aborda una diferencia interesante entre ellas, que dio vida a veinticinco años de correspondencia, otorgándole esa cualidad que tiene de conte philosophique.
En el fondo, sus divergencias con Arendt se centraban en la cuestión del cambio -no el cambio político, al cual se adhirieron las dos en épocas de crisis (Vietnam, Watergate), aunque Arendt, en razón del conocimiento que tenía del totalitarismo, era más pesimista, sino el cambio personal, principalmente en las relaciones íntimas con el sexo opuesto. McCarthy creía que el amor podía operar una suerte de transformación personal y que esto era lo único que justificaba que uno se enamorase. (Por eso, tal vez, era tan propensa a enamorarse y estaba tan convencida de que el amor podía mejorar a las personas.) Arendt, en cambio, que defendía la idea nietzscheana de que uno se convierte en lo que «uno es», tenía una visión más sombría, más europea, aunque no por ello, a su manera, menos romántica. «Es muy cierto que hay una buena dosis de crueldad en todo esto -escribió Arendt en una carta en respuesta a otra que Mary le envió en 1956 relatándole su fracaso sentimental con un crítico londinense-, pero no puedes esperar que quien te ama te trate a ti menos cruelmente de lo que se trata a sí mismo». Arendt evoca a Brecht en esta carta: «Le presento a alguien en quien usted no podrá confiar»; y a Heidegger, profesor de Arendt en 1925, con quien había mantenido un idilio en su juventud («el gran idilio de su vida», según me lo refirió McCarthy en 1985).
Estas observaciones acerca del amor ponen de manifiesto un aspecto inesperado de Hannah Arendt, y que salía a relucir con las complicaciones sentimentales en las que sin cesar se debatía McCarthy. Las aprensiones de Arendt cada vez que veía a su amiga dispuesta a dejarlo todo por un hombre volvieron a surgir en 1960, cuando McCarthy se lanzó en una loca aventura con el encargado de negocios de la embajada de Estados Unidos en Varsovia, Jim West, que se convertiría en su cuarto marido.
Distancia, pues, por parte de Hannah Arendt, pero no indiferencia, como lo demuestra la anécdota que relata William Phillips, director de Partisan Review. Después de un encuentro con Simone de Beauvoir, en 1947, Phillips comentó a Arendt lo sorprendido que estaba de la «infinidad de tonterías» que Beauvoir podía decir sobre Norteamérica. «El problema, William, es que usted no se da cuenta de que ella no es muy inteligente. En vez de discutir con ella, mejor sería que la cortejara», le respondió Arendt.
Una reacción análoga le produjo el hecho de que McCarthy se empecinara contra viento y marea en querer divorciarse para volver a casarse. «Pero ¿por qué no pueden simplemente vivir juntos?», recordaba Mary en 1985 que Hannah le había dicho. «Quería que contempláramos seriamente esa posibilidad. Y dondequiera que ahora esté, probablemente seguirá sin entender por qué no lo hicimos de ese modo».
Este tipo de comentarios sobre «los espirales sinuosos del corazón» (frase de Auden, que Arendt repetía encantada) aparecen en toda la correspondencia, en la cual, a diferencia de las de otros escritores, las dos protagonistas no se privan, en medio de reflexiones de alto vuelo, de contarse «cosas de mujeres», y hasta chismes. Lo que confiere a sus cartas su rara cualidad, su fuerza teatral, es esta manera directa, urgente a veces, de expresarse. Incluso sus comentarios sobre cuestiones personales se leen como un diálogo, un diálogo portador de pensamiento.
El pensamiento, tal como se manifiesta en estas cartas (esta «cuestión de ponerse a pensar», como Arendt llamaba a su pasatiempo favorito) no debe confundirse con ideas u opiniones, que pueden, o no, resultar del pensamiento. Las reflexiones de Arendt y McCarthy acerca de las idees recues de la vida intelectual del siglo XX son ejercicios de pensamiento crítico, pero también difieren de la actividad de pensar que descubrimos en las cartas. Podríamos llamarlo pensamiento puro, si tal adjetivo no violara el espíritu del «ego pensante» de Arendt. En el acto de pensar -ya sea sobre los asuntos del corazón, la delincuencia urbana, las revueltas estudiantiles o el Black Power- Arendt va y viene constantemente por el puente que de ordinario separa la experiencia de la vida cotidiana de su contemplación. La esencia de esta forma de pensar es su capacidad para ver el mundo con más nitidez, y no conformarse solamente con la experiencia que tenemos del mundo, para despojarlo de la superstición, el sentimiento y el ropaje de la teoría.
En este sentido, tanto en sus ensayos políticos como en su correspondencia, efectivamente Arendt se parece a Sócrates, que se proponía bajar la filosofía a la tierra a fin de examinar los parámetros invisibles con los cuales juzgamos las cosas de los hombres. Cuando le pregunté a Jerome Kohn, ayudante de cátedra de Arendt en la década de 1970, si el Juicio, tema del tercer volumen de La vida del espíritu, que no llegó a escribir, podría haber significado un escollo, «De ninguna manera», me contestó, haciendo hincapié en una particularidad que descubrirán los lectores de esta correspondencia. «Hannah practicó el juicio durante toda su vida. Juzgar los acontecimientos, entender sus consecuencias para que los demás las comprendan, era para ella un ejercicio de sentido común.»
Esta clase de consideración -que no debe confundirse con ser bueno- es lo opuesto a la elevación tradicional del pensamiento a un visado de salida del mezquino mundo de las apariencias. Cuando Hannah Arendt habla de la «consideración atontada […] de los intelectuales», podríamos criticar la torpeza germánica de la frase. Pero no debemos olvidar que el inglés era su tercera lengua, después del alemán y el francés. Sin embargo, una vez superado el obstáculo, el esfuerzo se ve recompensado con una forma nueva de pensar el mundo. Una metáfora de la forma de pensar de Arendt sería el trenecito que a ella le gustaba tomar en los Alpes suizos. Lo llamaba «Bimmel-Bammel», y subía en Tegna, su retiro estival en las montañas, para ir a Locarno, al circo y al cine. «Rodeada de amigos, viajaba como una pasajera solitaria en su tren del pensamiento», escribe McCarthy en su «Adiós a Hannah», a propósito de la desolación en que quedó sumida Arendt tras la muerte de Heinrich Blücher en 1970. Una imagen que evoca perfectamente la sensación que tenemos, leyendo a Arendt, de una mente que viaja.
El escritor Gordon A. Craig cuenta que, al tomar recientemente el tren Frankfurt-Hamburgo, fue recibido por una voz que decía: «Bienvenidos a bordo del InterCity Express Hannah Arendt -o lo que signifique ese nombre- y les deseo un viaje agradable». Un rato después la misma voz regresó para decir: «Hannah Arendt fue una Dichterin [poeta o autor]». Y, por último: «Por cierto, me acaban de informar: Hannah Arendt fue una Philosophin». La anécdota es curiosa y demuestra que, al parecer, cierta justicia se le ha hecho. (En Estados Unidos no se da a los trenes nombres de poetas o filósofos, pero los científicos de la NASA, al confeccionar el mapa de Venus pusieron a los cráteres del lejano planeta nombres de mujeres célebres: Pearl Buck, Margaret Mead, Clare Boothe Luce, Lillian Hellman, Gertrude Stein y María Estuardo, reina de los escoceses. Arendt y McCarthy no han tenido ese honor.)
A McCarthy le agradaba observar a su amiga pensando. «Verla hablar en público era como ver las imágenes de la mente en acción, gesticulando», contó a los asistentes al funeral de Arendt en 1975, a quienes proporcionó una imagen vívida de la relación cinética de Arendt con las ideas: «Hannah era una conservadora; no se desprendía de nada que hubiera sido pensado una vez. Podía servir. Concebía el pensamiento como una especie de industria, que sirve para humanizar el salvajismo de la experiencia: edificar casas, trazar caminos y carreteras, construir diques, instalar barreras contra el viento». Y prosiguió señalando que «la tarea que había recaído en ella, dadas sus excepcionales dotes intelectuales, en su calidad de representante de las generaciones que serían sus contemporáneas, fue la de aplicar el pensamiento sistemáticamente a cada una de las experiencias singulares de su tiempo: anomia, terror, formas nuevas de la guerra, campos de concentración, Auschwitz, inflación, revolución, integración escolar, papeles del Pentágono, espacio, Watergate, papa Juan, violencia, desobediencia civil. Y una vez alcanzado esto, dirigirlo hacia el interior de sí mismo, a sus propios métodos de funcionamiento».
En su correspondencia ellas abordan gran parte de los temas de este vasto temario, los discuten como si estuvieran conversando. La filosofía proporcionó a Arendt una manera de pensar la política y las cuestiones sociales que fue importante para McCarthy desde un punto de vista práctico, como lo es para nosotros hoy, pues se opone tanto a la demagogia del pensamiento ideológico como a la fe sectaria de los «intelectuales teóricos» (como llamaba McCarthy a los asesores del presidente Kennedy) en el terreno de los hechos que tratan las ciencias sociales. Los diálogos de Arendt con los filósofos clásicos (hombres blancos que ya están muertos, diría de ellos un multiculturalista) ofrecen al lector contemporáneo la posibilidad de escapar a los debates académicos actuales acerca de lo que constituye la tradición intelectual en un universo pluralista. Resueltamente eurocéntricas, sus lecturas de la filosofía y la historia occidentales diseminadas en sus cartas son hoy muy pertinentes precisamente porque nos invitan a pensar para nosotros mismos. No por nosotros mismos: «Siempre pensé que uno tiene que ponerse a pensar como si nadie hubiera pensado antes, para luego empezar a aprender de todos los demás», dijo Arendt en una ocasión; pero pensar para nosotros mismos. Ella decía, Denken ohne Geländer. pensar sin trabas.
Por azar o elección, Arendt había sido educada en la tradición escolar alemana que exalta la soledad, algo que a veces desconcertaba a sus amigos norteamericanos. Su padre había muerto cuando ella contaba seis años de edad, la misma edad que tenía McCarthy cuando perdió a sus padres. Y aun antes de haberse ido de la Alemania de Hitler y de convertirse en una refugiada en París, en alguien «sin hogar», como solía decir, ya había impresionado a sus condiscípulos de la Universidad de Marburgo: «tímida y retirada, de facciones sorprendentemente hermosas y una gran soledad en los ojos, muy pronto se hizo notar», recordaba en 1975, después de la muerte de Arendt, su amigo y filósofo Hans Jonas. «No era raro encontrar allí gente intelectualmente brillante», dijo refiriéndose a Marburgo a mediados de los años veinte. Pero Arendt poseía «una intensidad, una interioridad, un instinto por la calidad, una búsqueda de lo esencial que proyectaba en ella algo mágico».
Su distancia, sin embargo, no tenía un ápice de misantropía. Tenía el talento para esa clase de amistad que mucho da pero pide poco. Arendt, como dijo a Randall Jarrell en una carta que le escribió a mediados de los años cuarenta, a veces, con sus colegas intelectuales, se sentía «intoxicada de avenencia contra un mundo de enemigos». Con McCarthy, que tenía tendencia a sentirse asediada, especialmente por otros escritores (sobre todo mujeres), Arendt era propensa a moderar su impulso. No obstante, la lealtad de Arendt, su inquebrantable afecto, proporcionaron a Mary un hogar, en el plano afectivo, al que volvía siempre.
Había un componente filial en la relación de McCarthy con Hannah Arendt, aunque Mary nunca me habló de ello, pero era perceptible cuando esta cualidad aparecía en la prosa de Arendt. «Es un libro muy maternal, Hannah, mütterlich, no sé si se puede decir así», le dijo a propósito de Hombres en tiempo de oscuridad en diciembre de 1968. En sus escritos, como en sus cartas a Mary, Arendt no expone sus sentimientos íntimos. Uno puede imaginarse perfectamente que las experiencias íntimas no le eran indiferentes, pero, en tanto que experiencias bastante universales, debía pensar que no valía la pena escribir sobre ellas. Cuanto más si la experiencia toca una fibra de la psique, entonces, cuanto menos se diga mejor, hasta que uno pueda hacer de ella un cuento.
«Hannah, la descarada», solía llamarla un viejo amigo suyo, porque cuando se apoderaba de alguien lo remodelaba a su imagen. Alguien, esto es, aquellos cuya vida y obra atravesaron el escenario de las revoluciones fallidas, de la guerra, del genocidio, y marcaron su generación. Entre ellos, Rosa Luxemburgo, Walter Benjamin, Karl Jaspers, Bertolt Brecht, Isak Dinesen y Angelo Roncalli (el papa Juan XXIII). A decir verdad, no estaban hechos a su imagen, pero algo del revolucionario, el crítico, el filósofo, el poeta, el escritor y el eclesiástico que había en Hannah Arendt le permitió arrojar nueva luz sobre la personalidad de cada uno de ellos.
«Hannah, la arrogante» fue el epíteto menos amistoso que le I pusieron los «muchachos» de Partisan Review. «¿Quién se cree que es? ¿Aristóteles?», cuenta Arendt que dijo William Phillips. En una carta de 1964 se lamenta de la tendencia insidiosa de los intelectuales norteamericanos a compararse unos con otros con ánimo de competencia. Algo que Arendt jamás hizo, tal vez porque ella realmente se situaba «entre todas las escuelas», expresión que empleó refiriéndose a sus ideas políticas. O lo que es más probable, porque sabía más. «Era humilde -recuerda Jerome Kohn-, pero no era modesta».
Los comentarios sobre el ambiente intelectual son recurrentes en sus cartas. En marzo de 1952, Arendt, que había llegado a Nueva York en 1941, era aún, por así decirlo, una recién llegada. Mc-Carthy la inició en el arte de interpretar la política literaria norteamericana. Le impartió un verdadero curso sobre la desintegración de la izquierda norteamericana después de los juicios de Moscú en 1936-1938. Refiriéndose a las pulsiones venales, los intereses privados a menudo subyacentes en el pensamiento ideológico, Mc-Carthy observaba en contrapartida «el don de observación y análisis, el sentido de la vida social que las mujeres desarrollan casi como parte de una especie por su necesidad histórica de tener que abrirse camino eludiendo la confrontación directa».
Arendt, que proseguía su camino sin confrontación, directa o indirecta, demuestra poseer dones bien diferentes para disecar la vida intelectual del siglo XX. Esto puede verse en algunas de sus cartas a Mary que evidentemente son como una prolongación de las conversaciones entre ellas.
Sentido común, me dijo Mary McCarthy en 1989, Hannah y yo teníamos para regalar, contrariamente a lo que la mayoría de la gente podría pensar, «porque, por muy extraño que parezca, es algo muy poco convencional. Las personas convencionales, por lo general, no tienen ni un gramo de sentido común».
La exposición esmerada de un acontecimiento, cualquiera, no era precisamente el fuerte de Hannah; ella lo sabía e incurría en ello hasta un grado que a veces incomodaba a McCarthy. A veces pedía disculpas por escribir «a toda prisa» o anotar «algunas observaciones en estilo taquigráfico, sobre las que hablaremos cuando nos veamos». Mary podía disculparla por esto de buena gana, en cambio la «poca preocupación» de Hannah por las palabras en un texto destinado a la imprenta la sorprendía mucho. Tanto más cuanto que para Mary la busca de la expresión clara y precisa en todo cuanto escribía era su manera de humanizar el salvajismo de la experiencia.
Arendt le enviaba sus manuscritos inéditos para que ella los comentara y corrigiera. A menudo McCarthy «protestaba» contra eso que, me dijo un día Mary, «Hannah trataba de hacer con el idioma, una suerte de violación que la lengua no tiene por qué soportar». Por ejemplo, tratándose de la palabra thoughtlessness empleada por Hannah Arendt en su libro sobre Eichmann. Eso que volvía a Eichmann completamente distinto del común de los mortales era «algo totalmente negativo: no era estupidez sino thoughtlessness», queriendo decir con ello incapacidad para pensar.
El empleo de esa palabra era un «error», argumenta McCarthy en una de sus cartas, no solamente porque su «uso» está restringido a delitos menores, sino porque al afirmar que Eichmann difería del resto de los mortales en que era incapaz de reflexión, Arendt lo convertía en un «monstruo», pero en un sentido diferente al comúnmente admitido. McCarthy prefería pensar que Eichmann era «profunda, egregiamente estúpido», que no era lo mismo que «tener un CI bajo». Y, coincidiendo con Kant, añade que «la estupidez no es producto de una debilidad cerebral, sino de un corazón malvado. […] Si admites que [Eichmann] es malvado de corazón, le estás dejando cierta libertad, y eso nos permite condenarlo». «No es cierto -declaró Hannah en Thinking-, la ausencia de pensamiento no es estupidez; la encontramos en gente muy inteligente; y la maldad de corazón no es la causa; es, probablemente, lo contrario, esta maldad proviene de la ausencia de pensamiento».
Es conocida la campaña que se desencadenó contra Arendt cuando salió su libro Eichmann en Jerusalén, acusándola absurdamente de haber escrito una defensa de Eichmann. Esta acusación la dejó muda; hubo de transcurrir un año antes de que dejara oír una protesta enviando una carta al editor. Había decidido no responder porque se trataba, le explicó a Mary en una carta, de una «campaña política» tendiente a crear una imagen «absurda» del libro para ocultar su contenido real.
McCarthy lo entendió, pero no estaba convencida. «Hannah siempre me reprochó haber contestado a las críticas», me comentó en 1985. «Hacía ver que no les prestaba la menor atención. Pero no era cierto». McCarthy pensaba que Arendt se había comportado «tontamente» al guardar silencio durante la controversia sobre el Eichmann en Jerusalén. «Pienso que tenía el deber de contestar, un deber hacia sí misma y hacia el material -me dijo-, pero su testarudez, sus sentimientos heridos, su orgullo, le impidieron replicar. Yo sé que estaba profundamente afectada, pero el conocimiento de sí misma no era el punto fuerte de Hannah».
Estos «sentimientos heridos» y este «orgullo» de Arendt demostraron ser duraderos. Irving Howe la encontró en una fiesta en honor del poeta Frederick Seidel a finales de la década de 1960. En 1963, Howe se había expresado a favor de Lionel Abel, cuyo artículo «The Aesthetics of Evil: Hannah Arendt on Eichmann and the Jews», publicado en Partisan Review, constituyó el primer ataque en regla lanzado contra «la Rosa Luxemburgo de la Nada», como la llamó Abel. Pero años antes, Arendt había procurado a Howe su primer empleo en Ediciones Schocken, y él no deseaba perder su amistad. En aquella fiesta, Howe se acercó a Arendt «con la mano tendida», me contó en 1986. «Pero ella me dio la espalda, muy teatral».
Si considero esta correspondencia entre Mary McCarthy y Hannah Arendt como una suerte de novela de amor epistolar, es porque nos cuenta la historia de una amistad apasionada que de entrada parecía totalmente improbable. «Lo maravilloso es que estas dos mujeres siguieran juntas», observa William Jovanovich, que fue el editor de ambas (él mismo era, por lo que se infiere de estas cartas, un personaje de novela). «Hannah -me escribió Jovanovich en 1992- no comprendía realmente cuánto de norteamericano había en el comportamiento de Mary». A modo de ejemplo citaba la estupefacción de Hannah ante las sumas de dinero que gastaba Mary en dentista (y añadió: «Yo gastaba mucho más, pero no me atreví a decírselo»), y la forma brusca, muy europea, que tenía de irse, de no prolongar las despedidas, algo que McCarthy no podía entender.
La ternura que emana de estas cartas, no obstante, revela una amistad cercana al romance; no me refiero a un romance sexual, tampoco era un romance totalmente platónico. La necesidad de la presencia física de la otra se expresa en toda la correspondencia de la década de 1960, después de que McCarthy se establece en Europa. «Te escribo por motivos puramente egoístas -dice Mary-, porque necesito hablarte. Como si estuviéramos en tu apartamento». Y Hannah: «Dios sabe por qué no te he escrito antes. Te escribí infinidad de cartas: para darte las gracias, para decirte que te extraño, que cada día te siento más cercana y pienso en ti con renovada ternura…».
Seducían a Arendt las cualidades de Mary que trascendían sus diferencias culturales, y que trascendían las afinidades políticas y literarias que había entre McCarthy y la mayoría de sus amigos norteamericanos. La principal de estas cualidades era la amplitud mental que tenía McCarthy para absorber todas las experiencias nuevas, una amplitud rayana en la ingenuidad, y que no era diferente de la cualidad que Arendt había admirado en Rahel Varnhagen, tema de uno de sus libros más insólitos: Rahel Varnhagen: The Life of a Jewish Woman. Varnhagen, cuyo salón en Berlín fue el centro de reunión de los poetas románticos en los albores del siglo XIX, había impresionado a Arendt ya en 1929, cuando escribió que «deseaba exponerse a la vida para que la vida la golpeara, como golpea la tormenta cuando uno no lleva paraguas».
Diríase un retrato de Mary McCarthy. Pero es el «americanismo» de Mary -que, al parecer, los años que Mary vivió en el extranjero no hicieron más que intensificar- lo que, situando a McCarthy en un mundo aparte del de Arendt, dio a la amistad entre ellas su cualidad tan especial. En su prólogo al libro de McCarthy, Intellectual Memoirs: New York 1936-1938, Elizabeth Hardwick supone, acertadamente a mi juicio, que Arendt «veía en Mary la amiga norteamericana dorada, acaso la mejor que el país podía producir, con una pizca de Oeste en ella y una pizca de catolicismo romano, una estudiante de latín, una suerte de salonniére con medias azules, como Rahel Varnhagen».
En otro sentido, más parecidas a una historia de dos viajeras que a una novela de amor, estas conversaciones que Arendt y McCarthy mantenían entre sí a través de océanos y continentes les servían de tablas de salvación en medio de las tormentas de polémicas en las que se vieron involucradas. Formaban un partido de dos, buscaban en su amistad un refugio contra los otros partidos, cuyos fracasos habían marcado a su generación. Fueron éstos los comunistas y los anticomunistas (ni a unos ni a otros les hicieron caso), y también los partidos de progreso y de control social encastrados en las ciencias del comportamiento, y los partidos del escarnio y de la duda endémicos en su propio campo de la izquierda mezquina.
El resultado es el cuento de dos sobrevivientes: estimulante, no porque tenga un final feliz -un cuento no tiene fin-, sino por el placer que cada una de las dos mujeres siente sin empacho ante la profusión de talentos de que disponen. Mary McCarthy y Hannah
Arendt semejan a veces dos colegialas tomadas del brazo en el recreo, que en voz baja se cuentan las historias que circulan acerca de sus compañeros (y compañeras). Esta concesión que hacen al aspecto mundano de sus vidas vuelve creíble todo lo demás. Las seguimos lejos, bien lejos, por los ríos apenas navegables -sus especulaciones sobre la vida intelectual de nuestra época-, porque sabemos que estas dos exploradoras conservarán siempre los fósforos secos.
Carol Brightman
Indice
Introducción: Una novela epistolar, por Carol Brightman
Prólogo
Primera parte: Marzo de 1949 – noviembre de 1959
Segunda parte: Abril de 1960 – abril de 1963
Tercera parte: Septiembre de 1963 – noviembre de 1966
Cuarta parte: Febrero de 1967 – noviembre de 1970
Quinta parte: Noviembre de 1970 – abril de 1973
Sexta parte: Mayo de 1973 – noviembre de 1975
Epílogo
Notas