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Ed. Alianza Universidad, año 1987. Tamaño 20 x 13 cm. Versión española de Fernando de Diego de la Rosa. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 390

En el prefacio al primer volumen de «La Revolución Bolchevique 1917-1923», publicado en 1950, manifesté el propósito de continuar esta obra con otra parte que se titularía «La lucha por el poder 1923-1928».

Subsiguientes consideraciones y un examen más concienzudo del material me han inducido a modificar este plan. Los meses anteriores a la última enfermedad de Lenin y las primeras semanas tras su muerte, es decir, el intervalo desde marzo de 1923 a mayo de 1924, parecen constituir una especie de período intermedio –una tregua o interregno, tanto en el partido como en la problemática soviética- en el que, en la medida de lo posible, se evitaban o se mantenían en suspenso las decisiones susceptibles de controversia.

En el nuevo plan este período ocupa un volumen aparte, el que presento aquí bajo el título de «El interregno 1923-1924».

INDICE
Prefacio
PRIMERA PARTE: LAS CRISIS DE LAS TIJERAS
1- Compás de espera
2- Los apuros de la clase obrera
3- El estallido de la crisis
4- Las tijeras se cierran
SEGUNDA PARTE: EL MUNDO CAPITALISTA
5- La ocupación del Ruhr
6- El ultimátum de Curzon
7- El nacionalismo alemán y el comunismo
8- Bulgaria y los campesinos
9- El fracaso alemán
10- El reconocimiento diplomático
TERCERA PARTE: EL TRIUNVIRATO EN EL PODER
11- El triunvirato se impone
12- Tiranteces y presiones
13- La campaña contra Trotsky
14- La muerte de Lenin
Nota A: El programa de los 46
Lista de abreviaturas
Bibliografia
Indice alfabético

De «E. H. Carr como historiador del régimen bolchevique» (1954), de Isaac Deutscher

Es verdad que la primera década del régimen soviético produjo un gran número de valiosas contribuciones a la
historia, muchas monografías especiales y colecciones de documentos. En el «Sturm und Drang» intelectual de aquel período los historiadores soviéticos iniciaron ambiciosos proyectos de investigación. Era aquél, pensaban, el primer momento en que los marxistas iban a escribir historia con toda seriedad, respaldados por los recursos de un gran estado y la abundancia de todos los archivos oficiales recién abiertos; y estaban seguros de encontrar eco en la intensa curiosidad por la historia que se había despertado en la joven generación. ¿Cuándo, si no en esas circunstancias, iba a probar el marxismo su incomparable mérito como método de investigación y
análisis histórico?

Pero el advenimiento y la consolidación del stalinismo frustró las esperanzas en todo el campo de los estudios históricos. El estado stalinista intimidó al historiador y le dictó en primer lugar el esquema en el que debía forzar a entrar a los acontecimientos, y, luego, las versiones siempre nuevas de esos mismos acontecimientos. Al principio el historiador se vio principalmente sometido a esa presión cuando trataba de la revolución soviética, la lucha del partido que la había precedido y seguido y, especialmente, las luchas internas del partido bolchevique. Todo eso tenía que ser tratado de un modo que justificase a Stalin como jefe del bolchevismo monolítico. Más tarde, la re-elaboración de la historia se extendió hacia atrás, a los siglos pasados, y al exterior, a otros países.

De una manera bastante curiosa, ninguno de los grupos de emigrados rusos ha empleado su forzosa y larga inactividad política en producir algo parecido a una historia. No existe ninguna versión monárquica seria de la revolución, ninguna exposición menchevique, ninguna interpretación social-revolucionaria. Los libros apologéticos de Kerenski y Chernov no contienen ningún intento serio de reconstruir el proceso histórico. E incluso la obra póstuma de Dan, «Proisjozhdenie Bolchevisma», tiene un cierto interés como autocrítica retrospectiva del menchevismo, pero no como historia. Para todos aquellos partidos y grupos envueltos en las
luchas de 1917, la revolución era un absoluto desastre, y el papel que en ella habían desempeñado les parecía tan incongruente e inexplicable que sus teóricos y escritores preferían no volver como historiadores a la escena de aquellas luchas. Una notable excepción es la Historia de Trotski, única que rebasa los límites de la literatura apologética y es un perdurable monumento histórico literario a 1917.

Aunque serán ciertamente los propios rusos los que, una vez que se hayan recuperado del hundimiento intelectual de la época de Stalin, escribirán las grandes y reveladoras historias de la revolución. El que los historiadores
occidentales no hayan logrado producir una exposición adecuada se debe también principalmente a su preocupación por la política del momento. La historiografía occidental no ha solido llegar a la completa falsificación, pero es culpable de la supresión de hechos. Por regla general ha mostrado poca o ninguna capacidad de penetración en los motivos e intenciones de las clases sociales y los partidos políticos, y de los dirigentes implicados en las luchas de Rusia. Y, más recientemente, la guerra fría ha tenido unos efectos casi tan graves para la investigación como el propio stalinismo.

El mérito notable y permanente de Carr consiste en que él ha sido el primer genuino historiador del régimen soviético. Ha emprendido una tarea de enorme alcance y a gran escala, y ya ha llevado a cabo una buena parte de la misma. Desea dejar a sus lectores la comprensión, y él mismo investiga los hechos y las tendencias, los árboles y el bosque. Tiene un instinto especial para ver el esquema y orden de las cosas, y presenta sus hallazgos con lucidez. Su Historia tiene que ser estimada como un logro verdaderamente notable.

Carr se acerca a la conmoción revolucionaria con la mentalidad del erudito académico, interesado sobre todo en preceptos constitucionales, fórmulas políticas y mecánicas de gobierno, y mucho menos en movimientos de masas y en conmociones revolucionarias. Está apasionado por el arte de gobernar, no por las ideas ”subversivas”. Estudia con diligencia esas ideas, pero solamente en la medida en que proporcionan una clave para el arte político de los ex-revolucionarios triunfantes. Si hubiese querido resumir su obra en algún lema epigramático, podría haberla encabezado al modo churchilliano con el texto siguiente: ”Cómo se derrumbó la sociedad rusa por la locura y la ineptitud de sus viejas clases gobernantes, y por los sueños utópicos de los revolucionarios
bolcheviques, y cómo esos revolucionarios finalmente salvaron a Rusia abandonando sus ilusiones quijotescas y aprendiendo diligente y penosamente el ABC de la política”.

No es difícil descubrir que Carr se ha formado su opinión sobre la revolución bolchevique, al menos en parte, en oposición a la perspectiva de la diplomacia occidental en los años de la intervención antibolchevique. La generación de diplomáticos occidentales que fueron testigos del alza del bolchevismo y la resistieron con toda su fuerza, era notoriamente incapaz de comprender el fenómeno contra el que luchaba. Carr puede ser definido como un intelectual expatriado de aquella diplomacia, un rebelde que criticaba su tradición desde dentro, por así decirlo. No conocemos ningún otro hombre procedente del mismo medio de Carr que haya sido capaz ni
siquiera de una pequeña parte del enorme esfuerzo mental que éste ha hecho para captar la lógica interna del leninismo.