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Ed. Alfaguara, año 2010. Tamaño 24 x 15 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 168
Fernando Vallejo (Medellín, 1942) es escritor, biólogo, cineasta y defensor de los animales. Nacido en Colombia y nacionalizado mexicano en 2007, reside desde 1971 en Ciudad de México, donde produjo la totalidad de su obra. Desde entonces no ha vuelto a vivir en su país natal. Controvertido por sus agudas críticas hacia la Iglesia Católica, la falsa moral y los formalismos, es autor de las novelas La Virgen de los sicarios, sobre la violencia del narcotráfico en Medellín (llevada al cine por Barbet Schroeder), El desbarrancadero, La Rambla paralela y un ciclo autobiográfico de cinco obras agrupadas bajo el título de El río del tiempo. Es autor, además, de dos biografías de poetas colombianos, El mensajero, sobre Porfirio Barba Jacob, y Almas en pena, chapolas negras, sobre José Asunción Silva; de un libro de biología, La tautología darwinista; de Logoi, una gramática del lenguaje literario y del libro Manualito de imposturología física.
Ha recibido numerosos reconocimientos por sus obras, incluido el Premio Rómulo Gallegos, en 2003, en su XIII edición, por El desbarrancadero, novela de alusiones autobiográficas y un lenguaje descarnado donde el autor describe la enfermedad y la muerte por sida de su hermano Darío, reflexiona sobre la enfermedad, la familia, la violencia cotidiana y la iglesia católica situándolos como las principales lacras de la sociedad. Es la gran novela de Latinoamérica, la metáfora de Colombia, el libro en el que Vallejo vacía toda su inmensa sinceridad como un fuego que purificara su patria.
El autor, en coherencia con sus radicales planteamientos sobre la vida, entregó a la fundación “Mil Patitas”, que alberga y protege a perros y gatos recogidos de las calles de Caracas el importe recibido por el galardón, siendo objeto, por ello, de numerosas críticas. En septiembre del 2009 fue nombrado doctor honoris causa por la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia.
“¿Quién tiene la verga más grande en este bar de maricas?”, pregunta el protagonista, ebrio, cuando le traen a un muchacho no mayor de diecinueve años, “porque entonces me gustaban así”. De este modo comienza, con un recuerdo de cuando tenía poco más de veinte años, El don de la vida, la presente novela de Fernando Vallejo, cuyo anciano protagonista hará recuento, en primera persona, pero en diálogo con un interlocutor misterioso, de sus vivencias más importantes, expiará sus recuerdos, nos confesará aquellas experiencias que no olvida porque le resultaron cruciales para llegar adonde se encuentra en el tiempo de la obra: al borde de una muerte que parece no alcanzarle nunca.
La confesión in extremis de un hombre que no teme a la muerte, sino al hastío de la vida. El maestro —el protagonista— y su compadre, alguien que no revela su nombre, intercambiarán impresiones sobre la vida a lo largo de todo un día, sentados en un banco de un parque de Medellín, la ciudad natal del protagonista y autor de la obra, en el que los ancianos homosexuales buscan planes con jovencitos. Allí el maestro le contará que está escribiendo una “libreta de muertos” en la que va apuntando a cada una de las personas fallecidas, “amigos, enemigos y conocidos vistos al menos una vez, pero eso sí, en persona (no en televisión)”.
La libreta de muertos será, pues, el leitmotiv de El don de la vida, y sus fallecidos las excusas para reflexionar, en diálogo con su compadre, sobre la existencia, la muerte, Dios, la Iglesia y las religiones, la familia, su país, la política mundial (y especialmente la colombiana), el amor a los animales, el sexo y la reproducción, las mujeres…En definitiva, sobre la condición humana. Y es también acicate para arremeter contra el orden establecido, contra los convencionalismos y contra personajes públicos, prestigiosos para la sociedad: Einstein, Borges, Escrivá de Balaguer, Juan Pablo II, Stephen Hawking, Lorca, Uribe, Octavio Paz, Reagan, Íngrid Betancourt, García Márquez, Berlusconi y Ghandi, entre otros, no escapan a la dura crítica del maestro, a la afilada pluma de Vallejo.
Las preguntas y respuestas del enigmático compadre, al que el protagonista ve como un funcionario de tercera, “un empleadillo de la alcaldía que trabaja en una oficinilla del último piso del Palacio Nacional”, contribuyen, unas veces a avivar el radicalismo de las afirmaciones del protagonista y otras, cual extremaunción, a aplacarlas.
“Maestro, ¿cómo era Medellín en su infancia?”, le pregunta en distintas ocasiones a lo largo de la novela, permitiendo que éste despotrique de su país sin miramientos, que no salve prácticamente nada de su tierra natal, excepto a los loros y a los parias: prostitutas, homosexuales y yonquis, bienaventurados “que se revuelcan en su lodo y son felices.” Otras veces el compadre aconseja calma al maestro, y le pide que “no nade contra la corriente”.
De este modo, a lo largo de las páginas de la última novela de Vallejo se va construyendo su testamento, en el que no sólo hace inventario de las personas que conoció en vida (él ya se considera muerto, o medio muerto), sino también de los barrios de Medellín que fueron destrozados por la política corrupta, de los ríos que fueron muriendo, de sus amantes anónimos… Y por todo ello, con suma ironía, el protagonista, el maestro, va rezando y va enseñando a rezar a su compadre, quien repite con él a lo largo del libro, como una letanía: Requiescat in pace.
El don de la vida es el testamento vital y la última confesión de un moribundo cuya única señal de enfermedad es el hastío de estar vivo: “Soy el caos sumido en el caos” —dice—, y he llegado a la conclusión “de que no aguanto al mundo y no me aguanto yo”. Esta novela cierra un ciclo dentro de la trayectoria narrativa de Fernando Vallejo, que se abre con la publicación, en 1999, de La Virgen de los sicarios. El don de la vida es la gran confesión de su autor, su despedida, como él mismo ha declarado. Y es, al mismo tiempo, “un catálogo de injurias”, porque la memoria casi siempre es traicionera.