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Ed. Anagrama, año 2005. Tamaño 22,5 x 14,5 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 262

el-disparo-de-argon382Por Joaquín Marco

En esta obra primera de Juan Villoro (publicada en 1991), ahora reelaborada, descubrimos no sólo al escritor exigente, dominador de un mundo imaginativo que ofrece sin concesiones, sino también al escritor que se sirve de un sistema que va de la imagen al símbolo y de éste a la alegoría.

El germen de su obra aquí está ya, como sus soluciones estéticas. Porque el espacio de la clínica oftalmológica, el pequeño mundo cerrado, en el barrio de San Lorenzo de la inmensa ciudad de México D.F., constituye el símbolo de una interpretación de lo mexicano. El hecho de que su fundador y presidente tenga como referente la barcelonesa Clínica Barraquer no deja de ser otro guiño irónico, de los que descubriremos algunos en el relato. Conforma el paisaje humano; el tema reiterado del polvo que cubre objetos y hasta personas; diseña los personajes de manera expresionista: el cuerpo médico, vinculado a la Universidad, no deja de ser la caricatura de este mal remunerado grupo de profesionales; el misterioso comercio de córneas que, a través de Tijuana, llegan hasta los EE.UU. sugiere una corrupción en el que tal vez esté implicado el doctor Iniesta -asesinado por los gángsters- y alguna policía estadounidense; el resto son cómplices por desidia. Todo ello configura un análisis metafórico de la realidad mexicana. El “yo” narrador, el doctor Balmes, antiguo repartidor en bicicleta, protagonista del relato, coincide con su padre en una concepción esperpéntica de México: “que yo sepa, no hay otro pueblo más propenso a inflingirse molestias, a soportar una golpiza sin pedir perdón, a comer suficiente picante para perforar el duodeno”.

Sobre estos mimbres ideológicos nacionales traza Villoro una novela que incrementa su ritmo en la segunda mitad y consigue una acertada ambigöedad final, porque no llegamos a saber si Julián acaba con él, mata a Mónica o muere ante los dos: “con una emoción en la que ya cabía el espanto, bajé del puente”. La técnica del narrador es consistente -y asombrosa si consideramos que es una primera novela, aunque ahora reelaborada-. Utiliza el mecanismo de las “muñecas rusas”. Tras cada escena se esconde otra, un símbolo, una sorpresa. Por ejemplo, el descubrimiento del Maestro Antonio Suárez y su secreto, vinculado a la clínica en su reducto selvático. Uno de sus mayores atractivos consiste en descubrir lo que se halla detrás de una realidad aparente. Ugalde se transforma en algunas escenas, como cuando realiza la disección social de la clínica.

La misma arquitectura simbólica del edificio responde a otro símbolo mayor. El ofrecimiento de Ugalde para que el protagonista ascienda al cuarto piso (el orden implica jerarquía) puede observarse de forma contradictoria, de igual modo que la decisión de Suárez de que sea precisamente Balmes quien le opere. Pero la clínica está engarzada con el exterior de igual modo que el protagonista rememora determinados pasajes de su infancia y adolescencia. Implica causalidad y tiempo. La niña Carolina, su compañera de juegos, se liará más tarde con Julián Enciso, el narco que intentará matarle. Porque hay intereses oscuros que pretenden hacerse con la institución.

No faltan escenas donde priva el humor, como la hipnosis de Carolina por televisión. La novela se permite ciertas incursiones en lo “mágico”. Y, en realidad, el conjunto propone no un calco, sino una interpretación del mundo. Villoro utiliza el diálogo con eficacia, así como los abundantes mexicanismos. El hecho de pasar de un grupo culto -los médicos- al popular incrementa las posibilidades de una brillante alternancia lingöística. Las figuras femeninas ocupan un segundo plano, pero pueden llegar a resultar determinantes. Mónica, de colaboradora de Ugarte a enamorada, le advierte de sus enemigos. Los comportamientos de los personajes parecen atrabiliarios, lo que se les confiere mayor relieve.