Kierkegaard y Nietzsche tienen sus orígenes en la música, primera materia universal, forma necesaria de la destinación. En uno como en otro el sentimiento musical es el sentimiento mismo de la vida, indecible, irreductible e inaprehensible; en ambos, es el erotismo puro y ciego, la experiencia vivida que la reflexión todavía no ha abierto, pero que abrirá infaliblemente.
Nietzsche, que describió cómo en la sensibilidad musical y trágica de la Grecia presocrática la autoridad imperativa de lo inmediato se ve progresivamente minada por la explicación justificativa del sofisma dialéctico, observa que es imposible para el lenguaje «símbolo de las apariencias, manifestar alguna vez exteriormente la esencia íntima de la música que simboliza el antagonismo y el dolor originarios en el corazón de
un Uno primordial». Esta definición de Nietzsche, todavía muy schopenaueriana, no deja de contener el conflicto íntimo de su filosofía, que enfrenta el lenguaje generador de la moral y negador de la vida y de la música, forma exaltante y aprobadora del sufrimiento.
Antes que él, Kierkegaard, para quien la música no expresa más que lo inmediato en su inmediatez, observa que el lenguaje tomó en sí mismo la reflexión: «por eso no puede expresar lo inmediato. La reflexión mata lo inmediato, y por eso es imposible expresar lo musical en el lenguaje». Esta similitud de reacciones de Kierkegaard y Nietzsche en su respectivo recorrido inicial permite considerar bajo las categorías del segundo la experiencia del primero.
De entrada Kierkegaard parece tomar la actitud contemplativa apolínea frente al espectáculo dionisíaco que le hace ver en Don Juan la encarnación del fenómeno dionisíaco de lo inmediato erótico. Esta actitud de la conciencia que contempla la danza de su propio sufrimiento que Nietzsche había descubierto más acá del Cristianismo en la tragedia griega, Kierkegaard la encuentra más allá del Cristianismo, en un mito alumbrado por la conciencia cristiana.
«El Cristianismo introdujo en el mundo la sensualidad: como la sensualidad es aquello que debe ser negado, en tanto que realidad positiva es puesta en evidencia particularmente a través de la oposición del contrario que la excluye. Ahora bien, en tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad no fue planteada más que por el Cristianismo. Es en este sentido que el Cristianismo introdujo la sensualidad en el mundo. Para comprender exactamente esta tesis, es preciso tomarla del mismo modo que a su antítesis: el Cristianismo excluyó y expulsó del mundo la sensualidad. En tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad fue planteada la primera vez por el Cristianismo; podría incluso agregar una definición adecuada para aclarar lo que adelanto: es solamente a través del Cristianismo que la sensualidad se convirtió en correlato del espíritu. Esto es completamente natural porque el Cristianismo es espíritu, el espíritu positivo que introdujo la sensualidad en el mundo. Pero si se considera la sensualidad bajo la determinación del espíritu, su importancia reside evidentemente en el hecho de encontrarse excluida, de estar determinada en tanto que principio, en tanto que poder: porque es necesario que lo que el espíritu debe excluir (siendo él mismo un principio) sea un elemento que se afirme en tanto que principio, incluso en el momento mismo de su exclusión…»
Antes del Cristianismo, la sensualidad no estaba determinada espiritualmente. ¿Cómo entonces? «La sensualidad, determinada psíquicamente, encontró su expresión más perfecta entre los griegos. Ahora bien, determinada de esta manera, la sensualidad no es antítesis, exclusión, sino unidad y armonía…» Los griegos no conocieron la sensualidad en tanto que principio. La sensualidad se confundía entonces en la bella individualidad, el alma, que constituía la bella individualidad, era inconcebible sin la sensualidad. En consecuencia, lo erótico dependía del alma y no podía formar un principio. El amor no se producía en el individuo más que de una manera momentánea. Se podría objetar a esto que Eros era por cierto este principio: pero Eros figuraba el amor psíquico. Además, Eros, dios del amor, no era él mismo un dios amoroso. Dispensaba el amor a los mortales como a otras divinidades, y si ocurría que sentía amor, lo que era raro, hay .que ver en ello la sumisión a una potencia que habría estado excluida del universo si Eros mismo la hubiera rechazado. Eros, dispensador del amor, no posee él mismo la potencia que simboliza porque la transmite al universo entero, mientras que los mortales que están animados por ella la vuelven a conducir a él. Sin embargo, el Cristianismo introdujo en el mundo la idea de encarnación o de representación: una figura individual que representa o que encarna un principio concentra allí la fuerza en la que cada uno participa cuando contempla esta figura. Desde entonces, la conciencia cristiana pudo igualmente concebir figuras que encarnaban los principios y las fuerzas que excluye. Así es como en la época del Renacimiento alumbró las figuras de la genialidad sensual y de la genialidad intelectual excluidas del mundo. Kierkegaard no podía, en su época, conocer la significación de los misterios dionisíacos. Con mayor razón debía verse llevado, por su naturaleza, a buscar el elemento dionisíaco en el mundo de la sensibilidad cristiana, a presentirlo y a encontrarlo en este caso en la obra exaltante de Mozart.
Como el conflicto de la individuación determinaba la experiencia dionisíaca de la sensibilidad antigua, pudo motivar uní tensión dionisíaca de la sensibilidad cristiana. Pero mientras el alma antigua se representaba a Dioniso en la tragedia bajo la máscara de un héroe que combatía, «maniatado en las redes de la voluntad particular», «sufriendo los dolores de la individuación», y no veía la liberación más que en la muerte del héroe ocasionada por su «voluntad de ser él mismo la única esencia del universo», la conciencia cristiana, al plantear lo inmediato como el principio que ella misma excluye, se plantea a sí misma como la individuación irreversible del alma inmortal. Es entonces la espectadora de la forma de existencia no individuada que se esfuerza en negar interiormente para combatir la peor de todas las tentaciones. Pero para negar lo inmediato (lo no individuado), para trascender el deseo sacrílego de ser en sí misma la única esencia del universo, debe darse constantemente el espectáculo de los héroes legendarios que encarnan la negación criminal de individuarse frente a Dios. La conciencia cristiana realiza de este modo ese milagro de hacer presente a Dioniso bajo su forma inhumana, monstruosa y divina. Lo que el alma antigua no había hecho más que presentir, lo que no había visto más que como máscara, la conciencia cristiana lo ve al desnudo gracias a la encarnación: Dioniso no debía revelarse supremamente más que frente al Crucificado.
En el momento en que Dios muere, Nietzsche experimenta la resurrección de Dioniso, dios de la desindividuación. La muerte del Dios de la individuación exigirá el nacimiento del superhombre, porque si Dios muere, el yo individual no pierde solamente su Juez, pierde su Redentor y su eterno Testigo: aunque si pierde su eterno Testigo, pierde también su identidad eterna. El yo muere con Dios. Y el vértigo del eterno retorno se apodera de Nietzsche: producto irreductible y fortuito del universo ciego, cuando su voluntad individual desposa el movimiento necesario del universo, entrevé, presiente y recuerda las identidades innumerables llevadas como otras tantas máscaras del monstruo Dioniso. Pero cuando haya usado toda la serie, será preciso necesariamente que un rostro vuelva a aparecer al desnudo: el del «asesino de Dios». En tanto que faz del «asesino de Dios», no puede ser más que un rostro de carne y hueso, formado muy poco tiempo atrás por el Creador asesinado; el de Friedrich Nietzsche, rostro paradójico de una voluntad que, en el seno de la irresponsabilidad conciente, tendía a establecer la responsabilidad en relación con la necesidad.
Si él predijo el retorno de una edad trágica en sentido dionisíaco, su predicción no fue menos hecha, por ello, desde el fondo de su experiencia íntima de la muerte de Dios, es decir, desde el fondo de una experiencia cristiana. Es entonces legítimo confrontar con su interpretación de lo trágico antiguo (ruptura de la individuación), la interpretación que Kierkegaard ofreció de lo trágico moderno (la individuación inevitable) en relación con la antigua. En el mundo antiguo, observa Kierkegaard, el individuo estaba integrado en las determinaciones sustanciales, tales como el Estado, la Familia, el Destino. Esas determinaciones sustanciales constituyen el elemento fatídico de la tragedia griega, la hacen ser lo que es. La suerte del héroe no es solamente una consecuencia de sus actos; es también padecimiento, mientras que en la tragedia moderna no es tanto el padecimiento como la acción individual del héroe. La tragedia moderna nos muestra cómo el héroe, subjetivamente reflejado, hace de su vida su acción a través de una decisión individual. La tragedia moderna, basada en el carácter y la situación, agota en la réplica todo lo inmediato y, en consecuencia, no tiene ni el primer plano ni el fondo épicos de la tragedia griega. En ésta, la culpabilidad constituye un elemento intermediario entre el actuar y el sufrir, y en esto reside la colisión trágica. Los tiempos modernos (es decir, cristianos), parecen haber elaborado una concepción errónea de lo trágico; todo el elemento fatídico, todas las determinaciones sustanciales fueron traducidas en subjetividad consciente y en individualidad responsable. Desde entonces -porque nuestras categorías son cristianas-, el héroe trágico concientemente culpable se convierte en un ser malo, y el mal se convierte en el contenido esencial de la tragedia. Antes el individuo era considerado en función de su pasado ancestral, de su familia, de la comunidad; participaba del destino de la raza. Hoy asistimos al aislamiento del individuo; del mismo modo que lo cómico -característico del mundo cristiano moderno- expresa el aislamiento en el seno de este mundo así lo hace el mal por el mal, así lo hace el pecado.
Kierkegaard y Nietzsche constituyen la cabeza de Jano de la conciencia moderna: Nietzsche busca identificar la extrema conciencia con la necesidad extrema, con el fatum; Kierkegaard no conoce más que la nostalgia del fatum en tanto que nostalgia de lo inmediato. Para él, no existe ya existencia sometida a las determinaciones sustanciales: no hay más que una existencia en el seno del pecado, en la ignorancia o en la plena conciencia del pecado. Es la posición inevitable, ineluctable, la posición frente a Dios.
Pero la existencia en el seno del pecado es el nacimiento del yo individual -con sus horrores, con sus alegrías y dolores-, el nacimiento del yo bajo la mirada inquisidora, terrible y amante de Dios.
«…[El yo] síntesis de lo finito y lo infinito, se plantea de entrada; luego, para devenir, se proyecta sobre la pantalla de la imaginación, y sobre lo que le revela lo infinito de lo posible. El yo contiene tanto de posible como de necesidad, porque es él mismo, pero debe todo el tiempo devenir sí mismo. Es necesidad, puesto que es él mismo, y posibilidad, porque debe convertirse en sí mismo.
Si lo posible demuele la necesidad, y si de este modo el yo se lanza y se pierde en lo posible, sin lazo que lo vuelva a convocar a la necesidad, tenemos entonces la desesperación de lo posible. Ese yo se convierte entonces en un abstracto en lo posible, se agota al debatirse allí sin cambiar sin embargo de lugar, porque su verdadero lugar es la necesidad: convertirse en uno mismo, en efecto, es un movimiento en el lugar. Devenir es una partida, pero convertirse en uno mismo es un movimiento en el lugar.»
Así aparece el problema en Kierkegaard en el momento en que, aspirando a salir de una vida intelectualmente disoluta en donde había experimentado con fuerza la atracción del proteísmo de los románticos alemanes, le parece que su proyectada unión con Regina Olsen no es más que una salida falsa. Comienza entonces su examen de conciencia: es el instante de la Alternativa cuyos primeros pasos toman su impulso en lo inmediato erótico y lo erótico musical. Existe una afinidad profunda entre la nostalgia de lo inmediato en Kierkegaard y la esencia de la música, por una parte, y entre Don Juan, encarnación de lo inmediato erótico, y la música, su medio de expresión más adecuado, por la otra.
«La genialidad sensual es por completo fuerza, tempestad, impaciencia, pasión; es algo esencialmente lírico: sin embargo, no consiste en un momento sino en una sucesión de momentos…de allí su carácter épico; es demasiado desbordante para que pueda expresarse por medio de la palabra; se mueve constantemente en lo inmediato…La unidad acabada de esta idea y de su forma adecuada se puede encontrar en el Don Juan de Mozart, y precisamente porque la idea de genialidad es tan infinitamente abstracta, porque el médium es tan abstracto, no es probable en lo más mínimo que Mozart pueda tener alguna vez competidores a futuro… Esta idea de Don Juan es tanto más musical en tanto que la música no se expresa en ella como acompañamiento, sino como la revelación de su esencia más íntima. Ésta es la razón por la cual Mozart, a través de su Don Juan, se elevó por sobre todos los inmortales.»
El estado inicial del alma de Kierkegaard es por naturaleza un estado musical que su conciencia cristiana objetivará progresivamente; ésta aprehende allí la pérdida de la inocencia, de ese estado en el que el alma está en unión inmediata con su naturaleza, cuyo profundo misterio es que es al mismo tiempo angustia. Ahora bien, si el yo kierkegaardiano conoció esta angustia generadora del pecado a través de sus diferentes fases, desde la angustia frente a la nada y frente a la posibilidad de poder, hasta la angustia frente al mal y frente al bien, todas ellas formas de la angustia refleja, pudocontemplar la figura del Don Juan mozartiano como la personificación milagrosa de la angustia sustancial. Dice Kierkegaard acerca de la obertura de Donjuán:
«Como el ojo presiente el incendio desde el primer resplandor, del mismo modo el oído presiente el ardor apasionado frente a los sonidos agonizantes de los violines. Existe algo de angustia en este relámpago: algo que será engendrado en la angustia, en el seno de las más profundas tinieblas; tal es la vida de Don Juan. No es una angustia que se refleje subjetivamente en él, es una angustia sustancial. La obertura no expresa para nada la desesperación, como se dice habitualmente sin saber lo que se dice: la vida de Don Juan tampoco está hecha de desesperación, sino de toda la potencia de la sensualidad engendrada en la angustia; Don Juan mismo es esa angustia, y esa angustia es precisamente su alegría demoníaca de vivir. Después de haberlo hecho nacer así, Mozart desarrolla su vida en los sones danzantes de los violines en los que él se alza por sobre el abismo, ligero y furtivo. Como una piedra que uno lanza sobre el agua de modo tal que no haga más que rozar la superficie, a veces con rebotes ligeros, pero que desaparece bajo la onda tan pronto como deja de rebotar, así baila por sobre el abismo y goza durante el breve respiro que se le ha acordado.»
El yo kierkegaardiano, enfrentado con su propia necesidad frente al infinito de lo posible, conoce en un estado extático la encarnación de sus posibilidades infinitas: Don Juan, la visión infernal y soberbia, el sueño insensato de la conciencia que busca eludir su necesidad, el desafío a Dios en la desesperación de no poder escapar a la condición de su individualidad inmortal. Hasta en sus observaciones estéticas en cuanto al error de ciertas interpretaciones de Donjuán que individualizaron al héroe, le dieron una realidad biográfica y lo sometieron a contingencias, Kierkegaard exalta la naturaleza esencialmente musical y por lo tanto pre-individual de Don Juan.
«…[No es] por esencia ni idea (es decir fuerza, vida), ni individuo: ondea entre ambos. Ahora bien, este ondear es la vida misma de la música. Cuando el mar está embravecido, las olas espumosas forman toda clase de figuras semejantes a seres animados; parece entonces que fueran esos seres los que elevan las olas, mientras que es el movimiento de las olas el que los produce. Del mismo modo Don Juan es una forma que se convierte en aparente sin condensarse nunca en una figura definida, individuo que no deja de formarse sin terminarse jamás, y de cuya historia no percibimos otra cosa que lo que nos cuenta el rumor de las olas.»
El Don Juan mozartiano pertenece a los estadios anteriores a toda toma de conciencia, y de ahí su temible poder de fascinación: Don Juan es la forma suprema de las metamorfosis de lo inmediato erótico tal como Mozart se las reveló a Kierkegaard.
«En el primer estadio, la apetencia (Querubín) no encuentra su objeto: lo posee sin haberlo deseado con avidez, y en consecuencia no llega a ejercerse en tanto que apetencia. En el segundo estado (representado por Papageno), el objeto aparece en tanto que múltiple, pero al buscar su objeto como múltiple, la apetencia no tiene objeto en sentido profundo: no está todavía determinada en tanto que apetencia. En el tercer estado es cuando la apetencia se muestra en Don Juan absolutamente determinada en tanto que apetencia: es, intensiva y extensivamente, la unión inmediata de los dos estados precedentes. El primer estadio deseaba idealmente el Uno; el segundo lo particular bajo la categoría de lo múltiple; el tercero los confunde. La apetencia encontró en lo particular su objeto absoluto, lo desea absolutamente… Ahora bien, no hay que olvidar, sobre todo, que no se trata de la apetencia de un individuo, sino de la apetencia en tanto que principio…»
No se trata del seductor reflexivo de la categoría de lo interesante (Don Juan de Moliere, Lovelace, Valmont, Johannes de Kierkegaard), que, para ser seductores consumados, no buscan necesariamente variar o aumentar la lista de sus víctimas sino que se muestran más curiosos acerca de la personalidad de aquella que se proponen seducir. Hacer entrar a Don Juan en esta categoría que es la de lo interesante es no comprender su naturaleza mítica. Si uno lo coloca en la escuela de la astucia y la estratagema, se le presta «la reflexión, y ésta echa una luz tan cruda sobre su persona que sale pronto de la oscuridad en donde no era perceptible más que musicalmente».
Su goce es entonces completamente intelectual, encuentra sus satisfacciones en el plano ético; no disfruta más que con su astucia, de la que obtiene goce inmediato, y los cantos se callan. Ahora bien, el Don Juan mozartiano es un seductor en la medida en que su sensualidad y nada más que su sensualidad es el objeto de su deseo. Don Juan desea y su deseo tiene como efecto seducir. Disfruta en satisfacer su deseo, y si engaña al buscar un nuevo objeto después de haber gozado, no es porque haya premeditado la impostura: no tiene tiempo de jugar el rol del seductor, y es más bien por su propia sensualidad que sus víctimas fueron engañadas. «Pero deseando en cada mujer toda la femineidad, ejerce este poder sensualmente idealizante por medio del cual embellece, madura y vence a su presa.»
La infidelidad del Don Juan mozartiano, en consecuencia, no se sigue de la estrategia de los seductores morales: es inherente al deseo, y mientras el amor psíquico sometido a la reflexión dialéctica de la duda y de la inquietud es supervivencia en el tiempo, el amor sensual, infiel por esencia, se desvanece en el tiempo, muere y renace en una sucesión de momentos para encontrar así en la música su revelación más esencial.
«Como el relámpago brota de la nube sombría, surge fuera de la seriedad insondable de la vida, más rápido que el rayo, en zigzags más salvajes, pero mucho más seguro de alcanzar su objetivo: escúcheselo precipitarse en el eterno flujo cambiante de los fenómenos, tomar por asalto las sólidas murallas de la vida: los sonidos ligeros de los violines, la risa perlada de la alegría, los goces del placer, ras bienaventuradas fiestas del disfrute: se sobrepasa él mismo, siempre más salvaje, siempre más huidizo; escúchese la pasión en la rabia de la voluptuosidad desencadenada, el rumor amoroso, el murmullo tentador, el torbellino seductor, el silencio del instante…»
¿Dioniso no era para Nietzsche el polimorfismo originario del yo llamado a renacer en el mundo? Y así, Don Juan para Kierkegaard, ¿no celebró acaso en el héroe mozartiano la lucha del polimorfismo de su alma con la conciencia hostil cuyos acentos amenazantes percibimos desde la obertura? ¿No lo describió acaso desde lo alto de la conciencia misma que exigía la muerte del polimorfismo ciego? Don Juan fue para él la fuerza elemental e informe que, detenida fortuitamente en su movimiento y en el punto de individualizarse al contacto con el objeto reencontrado, vuelve a caer en su informidad primera para retomar su ritmo infinito. Es entonces, como Dioniso, la expresión de la melodía infinita donde el alma de Nietzsche quería fundirse en el supremo grado de la voluntad: es la melodía infinita de lo posible que el alma de Kierkegaard escuchaba con una nostalgia angustiada por el sentimiento de culpabilidad, pero con nostalgia a pesar de todo: ¿la sonoridad gozosa del héroe mozartiano no le ofrecía el espectáculo dorado de una irresponsabilidad provisoria?
«…arrojado en la posición más escarpada de la vida, persegunl por el rencor del mundo entero, este Don Juan victorioso no tiene más refugio que un pequeño cuarto trasero. Sentado en el extremo de la báscula de la vida, a falta de una alegre compañía, despierta en sí mismo a golpes de látigo todo su placer de vivir. Y la música brama con tanto más furor cuanto que resuena en el abismo por sobre el cual maniobra Don Juan».
Kierkegaard había conocido él mismo esta posición escarpada: a medida que se decidía en el sentido de la individuación, del «movimiento en el lugar» que es el «convertirse en uno mismo», suprimía de sí mismo por medio de esta decisión todas las posibilidades de vida estéticas y poéticas. Ahora bien, ocurría que su unión con Regina Olsen no hubiera podido jamás separarse del carácter de lo interesante por haber sido contraída en el seno mismo de las frivolidades intelectuales.
Para poseer a Regina en y según lo eterno, era preciso renunciar a ella en el tiempo y romper el vínculo: maniobra que no podía efectuarse sin ironía. Kierkegaard tomaba la máscara de la infidelidad y el elemento temporal que es la música, expresión más inmediata de la infidelidad fiel a sí misma, que iba entonces una vez más a convertirse en su propia máscara. Es entonces cuando al salir de una pasión «feliz, infeliz, cómica, trágica», Kierkegaard aparece en la actitud escandalosa de un Don Juan de la Fe. A través de la negación a comprometerse en el mundo existente, y consagrar allí su amor por medio de la institución cristiana del matrimonio, el yo, llegado a la posición «frente a Dios», había convertido la infidelidad fiel a ella misma en la fidelidad a lo eterno: salido a la deriva en el océano de su propia eternidad, ¿experimenta el yo kierkegaardiano entonces, como Don Juan cantando «la melodía de Champagne», tal «vitalidad interior que los más diversos goces de la realidad son débiles en comparación con el que extrae de sí mismo»? Ocurre que en La Repetición el yo devuelto a sí mismo entona un himno de acción de gracias como si lo posible sacrificado le fuera restituido en su eternidad:
«Soy de nuevo yo mismo…mi barca está a flote…en un minuto estaré de nuevo en donde permanecía el violento deseo de mi alma, allí en donde todas las ideas rugen con el furor de los elementos, en donde los pensamientos se desencadenan en el tumulto como los pueblos en la época de las migraciones, allí en donde reina en otros tiempos una calma profunda como la del Océano Pacífico, una calma tal que uno se escucha a uno mismo hablar, con tal de que haya movimiento en el fondo del alma: allí, por fin, en donde uno pone su vida en juego a cada instante…
Pertenezco a la idea. Soy cuando ella me da la señal y cuando me da cita día y noche: nadie me espera para el desayuno, nadie para la cena. Al llamado de la idea, dejo todo, o más bien no tengo nada que dejar…De nuevo se me tiende la copa de la ebriedad: aspiro su perfume, percibo ya como una música su efervescencia; sin embargo, antes que nada, una libación para aquélla que ha liberado un alma que yacía en la soledad de la desesperación. ¡Gloria a la magnanimidad de la mujer! ¡Viva el vuelo del pensamiento, viva el peligro de muerte al servicio de la idea, viva el peligro de la lucha, viva el solemne júbilo del triunfo, viva la danza en el torbellino del infinito, viva la ola que me arrastra al abismo, viva la ola que me arrastra hasta las estrellas!»