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Ed. Montesinos, año 1985. Tapa dura con sobrecubierta. Traducción de maruja Gómez Segalés. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 714
Por Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es
@abarreror
El propio autor nos da una pista sobre el tema central de «Del tiempo y el río» con su subtitulo: Una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud. Y es de agradecer, porque es un libro tan ambicioso, su vocación de totalidad es tal que conviene tener en mente cual es el hilo vertebrador de la historia para no correr el riesgo de perderse en ella. Y sería un extravío feliz, la carga de lirismo que Thomas Wolfe confirió a su obra la convierte en un lugar magnífico para deambular sin destino fijo, pero no obstante lo tiene y en su nombre, según contó él mismo, sacrificó gran parte de lo escrito por considerar que no aportaba nada a la historia pese a que algunas de las partes eliminadas eran, según él, “lo mejor que había escrito jamás”.
Este es un tema interesante, los altares de la cohesión interna y de las dimensiones comercialmente aceptables en los que se sacrifican páginas cuyo aporte a la historia central no es suficientemente significativo, algo que no dudo que es importante en determinada literatura pero que en el caso de Wolfe y Del tiempo y el río se me antoja más como una pérdida irreparable. Las páginas perdidas aportaban belleza, lo que en este libro habría justificado de sobra su inclusión. Aunque hubiese ocupado tres mil páginas, abracado 150 años de historia y comprendido a dos mil personajes. Tales eran básicamente las dimensiones del manuscrito original. No se me ocurre otra forma de expresar mi admiración por esta novela que lamentar la pérdida de cada una de esas páginas que me hubiera gustado leer, mi pesar por no haber conocido a cada uno de esos personajes perdidos a los que me habría gustado conocer.
«Toda juventud está expuesta al desperdicio; existe algo en su propia naturaleza que le empuja a ello; luego, los hombres lo lamentan. Y ese remordimiento se hace más agudo cuando nos llega la certidumbre de que el enorme desgaste de la juventud fue completamente innecesario, cuando descubrimos, con amarga ironía, que la juventud es algo que sólo los jóvenes poseen y que solamente los viejos saben usar; y por esta razón, cuando los años pasas, los miramos con tristeza, viendo la riqueza que hubiéramos obtenido de haberla usado bien».
Thomas Wolfe repite en su escritura el error de Eugene Gant, el protagonista, en la vida. O los errores. Eugene quiere leerlo todo, saberlo todo y vivirlo todo. Y como es sabido, todo es mucho, demasiado. Wolfe por su parte quiere escribirlo todo y aunque el resultado fuera una obra inabarcable y, según los cánones establecidos, su pretensión pueda ser calificada de error, le admiro por ello. Le admiro porque le considero capaz de hacerlo, porque en Del tiempo y el río cada personaje que se cruza, aunque sea una única y fugaz vez, con el protagonista, recibe una atención primorosa y es caracterizado de tal forma, con tal pasmosa precisión y penetración psicológica, que el lector cree haberlo conocido. Haber conocido cuanto de significativo, literariamente hablando, hay en él. Es notable que un libro que pretende contenerlo todo no contenga nada superfluo.
Hay dos partes bien diferenciadas en «Del tiempo y el río», la primera, y a mi modo de ver la mejor, es la que bebe de las raíces del personaje y del autor, la que está ambientada en su tierra natal y que es de una intensidad, una belleza y un lirismo extraordinarios. Eugene viene del sur y Faulkner dijo de Wolfe que era el mejor escritor por delante de él mismo. Puede que con eso esté todo dicho y lo que reste más que dicho deba ser leído. El autor dijo que esta obra transcurre en tres tiempos, el presente, el pasado y el inmutable. La mayor parte de la carga lírica está en ese tercer tiempo, que él identifica con el río, pero las páginas dedicadas al pasado, a los orígenes de la familia y muy especialmente al padre del protagonista, son inolvidables.
«Es lo que ocurre tantas veces cuando creemos haber ensanchado nuestra visión de la vida, haber roto muchas ataduras; y en verdad no hemos hecho nada más que cambiar una nueva superstición por una vieja, olvidar un mito hermoso para sumergirnos en uno desprovisto de belleza».
La segunda parte es aquella en la que Eugene viaja a Europa y tiene ese problema que a menudo nos presenta a los habitantes de esa Europa que visitan los estadounidenses, ese lugar que para nosotros no existe y que sólo tiene sentido vista con ojos extranjeros. Y tal vez sea más real, tal vez sea necesario ver un lugar con ojos extranjeros para conocerlo, no lo sé, pero lo cierto es que provoca un cierto déficit de credibilidad en el escenario del que se resiente en cierto modo la narración. Es también una gran historia y está magníficamente narrada, pero no es comparable a la primera.
Finalmente, la conciencia de la magnitud de lo que falta opera en el lector cierta sugestión, las ganas de saber más sabiendo que ese plus existe le hacen creer que en lo que hay falta algo, cuando lo que hay es mucho más que suficiente.
Los que dicen que no leen más que lo mejor no son, como algunos los llaman, snobs. Son tontos. La batalla del espíritu no consiste en leer y conocer lo mejor, sino en descubrirlo. Lo que nos ha causado tantos afanes y trabajo ha surgido de una desconfianza profundamente arraigada frente a toda autoridad cultural. Anhelo los tesoros que se me antoja yacen enterrados en un millón de libros olvidados; y sin embargo mi sentido común me dice que el tesoro oculto ahí es tan pequeño que no merece la pena desenterrarlo.
Y, no obstante, lo que ha impresionado más profundamente mi vida en el mundo de los libros ha provenido de la autoridad. No siempre he estado de acuerdo en que todos los libros llamados grandes sean grandes, pero casi todos los libros que a mí me lo han parecido provenían de aquel grupo.
No he descubierto por mis medios a ningún autor oscuro que sea un novelista tan grande como Dostoievsky, ni a ningún oscuro poeta que tenga el genio de Samuel Taylor Coleridge.
«Del tiempo y el río» es la historia de la formación de la personalidad del joven Eugene Gant, desde sus antecedentes familiares y su necesidad de huir hasta el despertar de su madurez y su necesidad de volver. En el camino observa, conoce gente y nos la presenta y para mi es esa la verdadera grandeza del libro de Thomas Wolfe, su capacidad para hacernos vivir una época a través de quienes la vivieron, de conocer una vida a través de quienes se cruzaron en ella. Y aunque a menudo habla de “los irlandeses de Boston” o de “los franceses”, no habla de clichés ni de lugares comunes, sino de personas.
El rostro, verdaderamente, podría haber sido la imagen del espíritu sereno de un hotel, impecable por su perfecta cortesía; pero duro, frío, sin vida, cruel como el infierno, impenetrable como un bloque de granito a cualquier cálido rayo de gracia, perdón o concesión allí donde están en juego la pérdida del prójimo y su propio provecho.
No es un libro fácil, requiere cierto esfuerzo, cierto compromiso, por lo que la satisfacción es mayor. La capacidad de absorción de Thomas Wolfe es pasmosa, en los años que duró la gestación de la obra escribía como un poseso durante el día y después paseaba sin más objeto que observar a la gente con la que compartía tierra e instante. Y confiesa el autor que jamás se sintió tan receptivo, tan en comunión con sus semejantes como en aquel entonces. Creo que eso se nota en el libro. Voluntario o no hay aquí un homenaje a todas aquellas personas de cuyas vidas se nutrió la febril actividad creadora del autor y el mimo y el respeto con el que son tratados todos y cada uno de los personajes que aparecen en Del tiempo y el río convierten a esta obra en una referencia literaria imprescindible.
Andrés Barrero
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