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Ed. Ariel, año 2007. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 25 x 18 cm. Incluye 250 reproducciones a color y blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 414

Es a las puertas del período Barroco cuando puede verse con mayor propiedad el nacimiento de una nueva relación entre objeto artístico y poseedor que llamamos coleccionismo. Frente a la idea del mecenazgo -por el que un personaje poderoso protege económica y socialmente a un artista- y la de patrocinio -por la que un poderoso costea la producción de una obra- se plantea ahora una nueva forma de posesión mucho más directa y personal. Se trata de adquirir y conservar una serie de piezas sobre todo para su disfrute estético, pero también como modo de lanzar
un inequívoco mensaje de poder y riqueza a todo aquel que tuviese la ocasión de contemplarlas.

En un primer momento los objetos del deseo fueron, sobre todo, los libros y manuscritos de un lado, y las armas y armaduras de otro -una traducción simbólica del tópico renacentista que consideraba complementariamente las armas y las letras. Pero poco a poco otros campos fueron suscitando la curiosidad y la avidez de una exigua pero exquisita nómina de coleccionistas que incluía a Papas, Obispos, aristócratas y reyes: la pasión por los restos del arte de la antigüedad, por ejemplo, dio lugar a imponentes conjuntos como el «Antiquarium», reunido por los Papas de Roma en el Belvedere del Vaticano. Pero la pulsión por reunir objetos extraordinarios, de los más variados tipos y caracteres, dio lugar también a los célebres Wunderkammern o Cámaras de Maravillas, en las que se mezclaba lo científico y lo exótico, lo natural y lo artificial. Concebidos y ordenados como verdaderos
microcosmos capaces de representar al mundo en coda su variedad, los Wunderkammern fueron dejando paso a otro tipo de galería, la Kunstkammer, literalmente Cámara de arte, en las que se exhibían pinturas y esculturas. De la evolución científica de los primeros surgirá el Museo de Ciencias Naturales, mientras que de los segundos surgirían las colecciones artísticas privadas y, eventualmente, los museos de arte.

Podemos resumir, por tanto, que es en la Edad Moderna, una vez superado tanto el carácter exclusivamente sacralizante que tenía en la Antigüedad clásica y en la Edad Media, y una vez asumido que la manifestación de poder podía no ser el único sentido de una obra de arte, pues ésta podía ser disfrutada desde planteamientos puramente estéticos, cuando se registran comportamientos y actitudes que anticipan el del coleccionista contemporáneo: el placer de la posesión, la necesidad de contemplar asiduamente la obra poseída, la pugna por conseguir determinadas piezas, el traslado de piezas artísticas de un confín a otro de Europa siguiendo las ansias posesivas de determinados compradores…Reyes como Felipe II y Felipe IV de España, o Carlos I de Inglaterra, entre otros, mostraron ya muchos de los síntomas de esa «neurosis» que llamamos coleccionismo. Comportamientos y actitudes que confirman que debemos entender el coleccionismo como un fenómeno de relación entre poseedor y obra poseída que sólo podía darse en el mundo moderno y contemporáneo, por ser entonces cuando se tiene verdadera conciencia del hombre como individuo y del arte como vehículo de placer estético.

No es necesario mencionar a todos los reyes y personajes notables de la historia europea de los siglos XV al XVIII que, desde Felipe II hasta Catalina de Rusia, crearon y acrecentaron cuidadosamente magníficas colecciones que
posteriormente vinieron a formar el núcleo inicial de los grandes museos estatales, fundados a la sombra de la ilustración y de su objetivo democratizador de la cultura. Baste mencionar que, en las últimas décadas, el
coleccionismo regio ha sido objeto de importantes estudios que han puesto de manifiesto tanto la relevancia social y cultural como los detalles históricos de este fenómeno, que en buena medida ha dado forma a un patrimonio cultural inseparable del desarrollo de la Europa Moderna.

Frente a aquel coleccionismo, que identificamos con el Antiguo Régimen, este libro pretende acercarse a otro tipo de coleccionismo: el que se desarrolló ya en plena edad contemporánea, que afectó a una serie de individuos marcados por una rara sensibilidad hacia la belleza y por un indisimulado instinto de aventura. No es extraño que sea precisamente a mediados del siglo XIX cuando Balzac describe, en El Primo Pons, la personalidad del coleccionista como alguien que, más que poseer obras de arte, se siente poseído él mismo por la urgencia de llegar a conseguirlas. Mucho más tarde, a finales del siglo XX, Susan Sontag comienza su libro El amante del volcán con una verdadera radiografía del impulso coleccionista:

Es la entrada a un rastro. No se paga. Acceso gratis. Gentes desaliñadas. Vulpinas, jaraneras. ¿Por qué entrar? ¿Qué esperas ver? Veo. Compruebo qué hay en el mundo. Lo que ha quedado. Lo desechado. Lo que ya no se valora. Lo que tuvo que ser sacrificado. Lo que alguien creyó que podía interesar a otro. Pero es basura. Si allí, aquí ya lo han escudriñado. Pero aquí puede haber algo valioso, aquí. Valioso no es la palabra. Algo que yo quisiera tener. Quisiera rescatar. Algo que me habla. Para mis anhelos. Que hable a, que hable de. Ah…

Susan Sontag describe sagazmente la conexión entre presa y cazador, entre objeto y amo, que define el coleccionismo contemporáneo. Se trata, en todo caso, de un coleccionismo que presupone tanto el deseo irrefrenable del coleccionista como la existencia previa de unos objetos. Es evidente que este nuevo coleccionismo, de carácter privado y, en la mayoría de los casos, burgués, debe ponerse en conexión con la aparición de nuevas condiciones socioculturales inseparables de la edad contemporánea. Desde el siglo XVIII y al amparo de los Salones parisinos había empezado a producirse una verdadera revolución en la recepción de la obra de arte, que rompería el cerco de la exclusividad palaciega y del sentido aleccionador del interior de las iglesias, para presentarse ante un atónito público general. Como consecuencia inmediata, y para canalizar tanto conceptual como económicamente esta novísima conexión arte-público, aparecen respectivamente los críticos y los marchantes: se inauguraba así el mercado artístico, en el que a partir de entonces, y durante más de dos siglos ya, los coleccionistas de sucesivas generaciones, como en el libro de Susan Sontag, han buceado hasta encontrar lo que buscaban.

Aunque suelen ser ignorados en los manuales de historia del arte, no hay que olvidar que los coleccionistas han desempeñado un importante papel en la manera en que percibimos el arte. En muchos casos, sus decisiones han marcado no sólo la fortuna crítica de determinados artistas tanto como antes lo habían hecho las elecciones de los monarcas, sino incluso la posibilidad misma de que desarrollasen su obra. En otras, aunque no hayan inventado tendencias de gusto hacia lo contemporáneo, los coleccionistas han afianzado el lugar de un artista del pasado en la nómina de los excelsos. Otras veces simplemente han creado un conjunto de piezas armónico capaz de, como decía Kimmelman, ofrecer una imagen ordenada del mundo.

Pero en todos los casos se trata de personalidades muy atractivas, que tienen en común una declarada urgencia por rodearse de belleza que, con frecuencia, ha sido analizada como una verdadera neurosis que resulta muy sintomática de la necesidad del hombre moderno de definirse, de expresarse a través de las cosas. Por ello, la figura del coleccionista ha atraído a pensadores contemporáneos de la talla de Walter Benjamin, Maurice Rheims, Ernst Bloch, Jean Baudrillard o Krzysztof Pomian, además de la mencionada Susan Sontag. Y es que la personalidad del coleccionista, con su peculiarísima relación con los objetos, no debe confundirse con la del amante del arte, ni menos aún con la del simple aficionado al arte. Sus valores se sitúan, como dice Pomian, entre lo visible y lo invisible. Los objetos que atesora tienen, para él, significados que van más allá de lo tangible. Podemos decir que la obra de arte y el coleccionista se influyen mutuamente: desde el mismo momento que entra en la colección, el objeto se convierte en algo más que una obra de arte.

En ese sentido volvemos a entender al coleccionista como un artista, como alguien capaz de transformar un objeto con su mirada, con su elección. Por su parte el coleccionista, generalmente un ciudadano de conducta irreprochable, se transforma en un ser impulsivo, incluso obsesivo, que no ceja hasta conseguir el objeto deseado para, una vez que esto se produce, beneficiarse espiritualmente de su presencia, al tiempo que experimenta la satisfacción de añadir un trofeo a su galería.

En muchos casos con el objeto coleccionado se adquieren otras cosas. Además del prestigio social o el goce estético, un coleccionista como Henry Clay Frick, cuya agitada trayectoria personal le hizo pasar en pocos años de
una vida modesta a las cimas del capitalismo americano, adquiría no sólo un pasado, sino también la sensación de serena estabilidad que le había faltado en su juventud. Otros, como Alfred Barnes, esperaban que su colección sirviese para desarrollar la sensibilidad y las capacidades intelectuales de los más desfavorecidos en una ciudad como la exclusiva Filadelfia, por la que él mismo se había sentido rechazado. Por su parte, Peggy Guggenheim, procedente de una pudiente familia neoyorquina en la que todo estaba dispuesto de antemano, encontró en el coleccionismo de arte moderno una luminosa vía para liberarse de todas las reglas. Todos ellos hicieron de su colección un objetivo vital. Las vidas de todos ellos se vieron transformadas por esta actividad, a la que dedicaron gran parte de sus esfuerzos y de su disponibilidad económica. Y como ellos, podríamos citar a muchos otros personajes de los siglos XIX y XX que, a pesar de sus diferentes circunstancias históricas, geográficas o económicas, comparten una característica común: la pasión coleccionista.

Este libro se centra fundamentalmente en el período comprendido entre 1880 y 1950, aunque en ocasiones rebase este marco cronológico. Se trata, sin duda, de la era de oro del coleccionismo entendido como búsqueda personal, como aventura vital. Somos conscientes de que son muchos los coleccionistas importantes de este período, y también de que el coleccionismo como pasión privada no es un fenómeno extinguido en la actualidad, a pesar de que en la segunda mitad del siglo XX haya perdido gran parte de su protagonismo y visibilidad en el panorama artístico, en favor de otro tipo de coleccionismo de perfil más frío y profesional: el que se practica desde las instituciones, ya sean museos o grandes corporaciones. Otros coleccionistas como los históricos Mellon, Chester Dale, Quinn, Freer, Wildenstein y Courtauld, o como los posteriores Katherine Dreier, Albert E. Gallatin, los Arensberg, Jacques Doucet y los Rockefeller, así como los más recientes Benaki, Ghez, Ludwig, Leopold, De Menil, Arnault
o Saatchi podrían haber formado parte de este libro. Sin embargo, y sin olvidarnos de ellos, hemos decidido seleccionar algo más de una veintena de personajes que, por la variedad de sus trayectorias y de sus gustos, trazan por sí mismos un completo abanico del coleccionismo contemporáneo.

Cada uno de ellos tiene un perfil propio, cada uno de ellos propone una manera de acercarse al fenómeno del coleccionismo y al disfrute del arte. Magnates, galeristas, escritores, pintores, eruditos o políticos, hombres o
mujeres, hombres hechos a sí mismos o ricos herederos, americanos o europeos, de gustos conservadores o arriesgados, todos ellos llegaron a convertirse en verdaderos adictos a la belleza, y entre todos ellos componen un mosaico tan revelador como desconocido para ese gran público que, en sus visitas a museos y fundaciones, se beneficia de los esfuerzos y desvelos de aquellos personajes.

INDICE
El arte de coleccionar arte
Sir Richard Wallace y los marqueses de Hertford
Los Rothschild, una dinastía de coleccionistas
John Pierpont Morgan, coleccionista de colecciones
Henry Clay Frick, la calidad por encima de todo
Louisine Havemeyer, coleccionista por amor al arte
El pintor Edgar Degas, un coleccionista secreto
Huntington y la Hispanic Society, un coleccionista con una misión
Isabella Stewart Gardner, una estrella anterior al cine
Bernard Berenson: el gentleman scholar
Calouste Gulbenkian, el sabio de Les Enclos
José Lázaro Galdiano, un coleccionista (casi) desconocido
Francesc Cambó, entre coleccionista y mecenas
Duncan Phillips, el coleccionista esteta
Albert C. Barnes, a la reforma social por el arte
Paul Guillaume, mucho más que un galerista en el París de los años veinte
Gertrude Stein y compañía
Shchukin y Morozov, dos grandes coleccionistas en la Rusia prerrevolucionaria
Peggy Guggenheim, de enfant terrible a Dogaresa (y su tío Solomon R. Guggenheim , el coleccionista distante)
Hans-Heinrich Thyssen-Bornemisza, un coleccionista europeo
Ernst Beyeler o la intuición en el arte moderno
Giuseppe Panza, el coleccionismo como búsqueda personal
Notas
Lecturas adicionales
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