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Ed. Alfaguara, año 2000. Tamaño 21,5 x 13 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 330
El auge de la novela histórica en Uruguay parece marcar una de las líneas preponderantes en el campo literario de la postdictadura iniciada en 1985. Varias de estas novelas históricas eligen volver a los sucesos más sombríos y sangrientos de la historia del conflictivo siglo XIX: el etnocidio charrúa, las guerras civiles entre las divisas, el militarismo de Latorre, la Guerra de la Triple Alianza. ¡Bernabé, Bernabé!, (1988) de Tomás de Mattos, El príncipe de la muerte (1993) de Fernando Butazzoni, El archivo de Soto (1993) de Mercedes Rein y Una cinta ancha de bayeta colorada (1993) de Hugo Berbejillo, entre otras, comparten semejantes inquietudes: los crímenes y traiciones, cometidos en el siglo pasado. Intentan quizás buscar en la historia un origen que explique las recientes dictaduras militares de la década de los setenta en el cono sur.
La apertura democrática en Uruguay desató una puesta en crisis de los imaginarios con los cuales la sociedad se identificaba e impulsó la necesidad de revisarlos a la luz del reciente régimen, dictatorial, cuya violencia requería una adecuada explicación.
¡Bernabé, Bernabé! articula de modo visible cinco tiempos:
1- Los sucesos contados por la narradora, Josefina Péguy O’Dojherty, quien relata los hechos desde su singular mirada, inquieta y poco convencional, abarcan de 1811 a 1826 y de 1831 a 1832, e incluyen ciertos eventos
que pautan la historia de Bernabé Rivera y la campaña de exterminio contra los charrúas.
2- Un tiempo más o menos indeterminado, aunque limitado entre dos fechas: la juventud de Josefina y el momento en que escribe, 1885. En este tiempo se sitúan las cenas, reuniones y conversaciones que ella mantiene con su padre, su marido, Fructuoso Rivera, Melchor Pacheco y Obes, Gabiano, en su casa y que son recuperadas a través de la memoria de Josefina. Esta etapa sirve de puente entre los hechos históricos narrados y el presente de su carta, a través de ella recupera los rasgos vivenciales de sus interlocutores y el mundo familiar en que sucedieron.
3- El año 1885 en que Josefina escribe su relato para Federico Silva, situado en el período final de la autora, marcado por la muerte de su esposo el año anterior.
4-La fecha en que el ficticio editor M.M.R. escribe su prólogo, 12 de octubre de 1946, pone en contacto el descubrimiento de América con el juicio de Nuremberg, señalando el parentesco entre dos etnocidios perpetrados por los europeos pero no ajenos a la historia del Uruguay.
5-El momento en que Tomás de Mattos publica su obra, diciembre de 1988, pocos años después del fin de la dictadura uruguaya.
Esta pluralidad de tiempos no es azarosa, conforma ciertos ordenamientos significativos. ¡Bernabé, Bernabé! diseña un recorrido de la historia uruguaya a través de la elección —y conexión— de determinados momentos claves. La historia de Bernabé y la campaña contra los charrúas abren la historia del Uruguay por su lado más oscuro y señalan en los inicios de su independencia y conformación nacional una política de exclusión y exterminio llevada a cabo por el gobierno y la casta militar. Como señala el editor, de ese primer período, “esos dieciséis
años, que fueron la fragua de nuestro destino”, Josefina elige sólo algunos momentos y no precisamente aquellos que destaquen, desde una perspectiva heroica, la gesta independentista.
Reescribe la historia como una tragedia a partir de la figura de Bernabé o, casi mejor, convierte a la epopeya nacional y a su héroe en un héroe trágico de estirpe sofóclea. Como dice el editor: “Es significativo que desde 1826 se salte, sin más, a 1831. Quedan por el camino no sólo cinco años capitales en la vida de la República, porque en ellos se procuró la doble frustración de la separación de la Provincias Unidas y de la mutilación del territorio que debió asignársele, sino también los días más gloriosos de los Rivera, quienes en una campaña que antes que una sucesión de éxitos militares fue un relámpago incontenible de adhesiones, liberaron y reincorporaron las Misiones Orientales a las Provincias Unidas (…)”.
El año 1885, momento en que escribe Josefina, no aparece representado pero sí referido escueta aunque significativamente. Josefina habla sobre “las mezquindades del presente”. Su crisis de identidad está provocada por la presencia de la violencia que la rodea: “Tan solo sé que me asedia un impulso idéntico al que una tarde me ató a un charco de sangre, en cuyo copioso espejo, sobrevolado por las moscas, entreveía confusamente el reflejo de mi cara y el cielo”. Este segundo período pautado por el año 1885 resulta significativo en la historia del Uruguay como momento culminante de lo que se ha llamado el “militarismo”, inaugurado con la toma del poder por Latorre en 1876 y que alcanzó sus peores momentos durante el gobierno de Máximo Santos (1882-1886). Esta década tiene una doble direccionalidad. Hacia el pasado cierra de algún modo la época de la anarquía y las luchas civiles a partir de una política que, en vistas al futuro, procura consolidar el Estado moderno y centralizado. Josefina percibe los costos de esta modernización llevada a cabo mediante las prácticas violentas del Estado, del mismo modo en que cuestionará la campaña contra los charrúas: “¿La modernización de nuestros campos pasaba necesariamente por el exterminio y la disolución de los charrúas?».
La pregunta por la identidad formulada en el marco del gobierno dictatorial de Santos se vuelve hacia las primeras décadas de la historia uruguaya para encontrar una respuesta o el origen que la explique. La reiterada presencia de los militares en ambos períodos de fundación y modernización del Uruguay va pautando un recorrido que dista de ciertos imaginarios sobre la democracia uruguaya.
La fecha en que el editor M.M.R. escribe su prólogo, 1946, señala un tercer momento que remite a la historia europea en torno al genocidio nazi y al juicio de Nuremberg y establece una filiación con la historia uruguaya. En 1946 el Presidente Juan Amézaga (1943-1947) había restituido recientemente los canales de la democracia luego del período anterior atravesado por dos golpes de Estado: el de Gabriel Terra en 1833 y el de Baldomir en 1942.
Si la “diferencia” de los uruguayos con respecto al resto de los países latinoamericanos, los acercaba a los europeos en su alto nivel cultural y en la falta de un fuerte legado indígena, aquí M.M.R. reformula esta filiación y nos advierte que Uruguay no está a salvo de los crímenes que se cometen “en todas las latitudes”. La cita del genocidio nazi ha sido un referente privilegiado para comparar ciertas prácticas de la dictadura. Las palabras del editor también socavan los imaginarios en torno a un Uruguay “chiquito pero pacífico” y respetuoso de las instituciones democráticas. Con ello señala el peligro de la construcción de un imaginario autocomplaciente o narcisista. La revisión y puesta en crisis de los relatos legitimadores que sustentaron u ocultaron extremismos ideológicos y políticas autoritarias ha conducido hacia una relativización de las “verdades” que los fundamentaban. Siguiendo este enfoque, el editor coloca la “duda» como lugar desde el cual se puede sortear la barbarie.
El cuarto momento que cierra este itinerario histórico nos remite a la última dictadura, que se cuela en la novela a partir de ciertas homologías y referencias. Este recorrido por los gobiernos militares, las prácticas autoritarias, las violencias de Estado, perfila una diferente lectura de la historia uruguaya. La perspectiva oficial prefería relatar la epopeya independentista de las primeras décadas del siglo XIX y, posteriormente, los procesos modernizadores que posibilitaron hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX la consolidación
de una nación homogénea, librepensadora, progresista, democrática y culta. Josefina, M.M.R. y, en definitiva, Tomás de Mattos, eligen leer a contrapelo la historia uruguaya. Incluso, si el relato de la historia se configura como tragedia en torno a Bernabé, adquiere la dimensión de una farsa cuando Gabiano relata la manipulación del pueblo que “Don Frutos hace a propósito de la muerte de Bernabé para impedir la sublevación del comandante Juan Santana el 29 de junio de 1832″.
El modo en que se lee el pasado evidencia el fuerte peso de las actuales discusiones que atraviesan el campo intelectual uruguayo. Si bien se evita el uso de anacronismos deliberados, el horizonte del presente de la escritura de Tomás de Mattos (l988) opera como una grilla que selecciona, incluye o excluye, prefiriendo poner el foco en ciertos eventos y temas de la historia del siglo pasado que le sirven para leer en clave sus preocupaciones presentes. Sin la perspectiva interpretativa que el presente brinda, no se alcanza a percibir la densidad significativa del texto. La novela se distancia de un “anacronismo deliberado” en tanto tiende a borrar las marcas del presente de T. de Mattos y desplazar la perspectiva crítica sobre la campaña contra los charrúas hacía Josefina y el editor, respetando la unidad temporal en que cada uno se sitúa. Para ello elige un personaje lo suficientemente excéntrico como para hacer verosímil su postura crítica: una mujer de carácter inquieto y enjuiciador que, en el ámbito doméstico y privado de una familia patricia, toma contacto con los hombres de la clase dirigente y con el archivo de su marido, referentes indispensables de la versión oficial.
El editor M.M.R. constituye otro medio para evitar los anacronismos y establecer puentes entre las opiniones de Josefina y el presente de la lectura. Su función es reactualizar el tema de la barbarie haciendo ingresar elementos que apuntan al presente de la escritura de T. de Mattos. Su tarea de editor se desplaza hacia la función del primer lector del texto de Josefina, señalando el modo en que debemos leerlo. Propone una lectura que conecte ese pasado con el presente, en este caso 1946, y sugiere en el lector un gesto similar con el presente de 1988. El elemento de aquel presente apuntado por M.M.R. es, sugestivamente, otro etnocidio, el perpetrado por los nazis “cuyo castigo tanto nos congratula” y que se recoge en el juicio de Nuremberg. Los paralelismos son evidentes, el inicio de la democracia uruguaya fija su mirada sobre los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado en el cono sur y se plantea la posibilidad de un juicio. Las causas son también similares y apuntan en definitiva a criticar la fuerte presencia de la casta militar en los gobiernos de América Latina.
Ciertas imágenes intentan capturar de modo recurrente este momento de crisis e incertidumbre por la que atraviesa la identidad uruguaya: “ruptura”, “fracturas de memoria”, “quiebre en la continuidad” de la historia del Uruguay, “fragmentación”, “fisura”, “tajo”, “herida”… aluden a la actual pérdida de un imaginario colectivo en el cual reconocerse y proyectar un futuro.
A fines del siglo XIX comenzaron a perfilarse los rasgos que serian característicos del Uruguay moderno. El impacto modernizador impulsado por los países centrales colocó a Uruguay ante un rápido proceso de transformaciones y puestas al día; el aluvión inmigratorio y el crecimiento demográfico reconfiguraron la nueva sociedad emergente. Ante estos desafíos se proyectó una idea de nación que perfilaba el primer modelo acabado de la identidad uruguaya. Batlle y el batllismo consolidaron este proceso identificatorio bajo los siguientes proyectos: definición de un nuevo modelo integrador ante la inmigración, el “crisol de razas” que procuraba diluir las diferencias culturales a través, fundamentalmente, de la educación y la participación política; un marco nacional de desarrollo; una profunda transformación de las estructuras políticas con la renovación del Estado, la formación del sistema partidario moderno y el desenvolvimiento de una cultura democrática; la emergencia de un nuevo orden social. Se creaban así condiciones para establecer una identificación de la nación con la comunidad política, que se expresaba en un Estado representativo de la sociedad civil.
Estos procesos fueron conformando un imaginario anclado en las ideas de progreso, la marcha victoriosa del país y el desenvolvimiento de su riqueza; en la importancia de las instituciones democráticas y liberales; en la peculiaridad del Uruguay que lo diferenciaba de los conflictos dé América Latina ya que carecía de un fuerte legado colonial y de una cultura indígena capaz de oponer resistencias a la civilización. Ello facilitaba su “cosmopolitismo”, que lo acercaba a la cultura europea. Como resultado se exaltaba el carácter homogéneo de su población, lo que facilitaba la integración social. Si bien este imaginario batllista autocomplaciente fue discutido y sufrió ciertas crisis, su perduración y hegemonía durante tantas décadas “ha mostrado un profundo arraigo en los uruguayos. De allí provinieron tópicos como “La Suiza de América”, “La Atenas del Plata”, “El campeón cultural de América”.
La última dictadura militar significó una ruptura de la continuidad histórica del Uruguay, un tajo, una herida de muerte a la autocomplacencia de los uruguayos en sus valores democráticos. Esta quiebra de una identidad colectiva es percibida como un impacto de la “realidad”, de la historia sobre aquellos imaginarios que ahora son considerados como relatos utópicos, como “invenciones” y cuya “deconstrucción” intenta llevarse a cabo.
Esta fractura reordenó la historia del Uruguay que postulaba su origen en la edad dorada del batllismo, a fin de encontrar los antecedentes de la violencia militar. Cambio de foco que ahora sitúa su mirada en el siglo XIX como lugar de origen de las políticas de la violencia: el etnocidio charrúa, el militarismo de Latorre, las guerras civiles. Puesta entre paréntesis de los alcances del gobierno de Batlle que ahora se presenta como un corte, una excepción entre dos momentos vinculantes. Estos análisis establecen nuevas articulaciones con lo «latinoamericano”.
Uruguay, “La Suiza de América”, “país cosmopolita, de raíz europea, a salvo de los males que siempre aquejaron a los vecinos latinoamericanos” ahora encuentra un lazo firme, la dictadura militar, que lo acerca a sus vecinos del cono sur en una historia compartida. Dice Gerardo Caetano: “El desenlace de la crisis uruguaya expresado en el golpe de Estado había cobrado una significación que trascendía los límites del país. Tal vez como en pocas oportunidades, el Uruguay quedaba asimilado a la pulsación dramática de América Latina y, en apariencia
enterraba su singularidad, de la que tantas veces había hecho caudal”.
Estos debates también retoman y reformulan para Uruguay las discusiones en torno a la vigencia de la idea de nación, resquebrajada tanto por los procesos de globalización o regionalización como por la puesta en foco de las diversidades que atraviesan el cuerpo social.
Frente al régimen militar que “trató lo diferente como algo que se debía condenar o excluir”, la postdictadura inició una indagación que apuntaba a señalar, por un lado, los rasgos de heterogeneidad presentes en la sociedad uruguaya y, por el otro, las políticas estatales que impulsaron los procesos de homogeneización social. En este marco Teresa Porzecanski describe ciertas tendencias —dominantes en la década de 1980— que reinstalaron el tema de la “indianidad” y la “africanidad”, generalmente ignorados en la conformación de la identidad uruguaya y que ahora “alientan una intencionalidad más dirigida que antes a habilitar un espacio indio y protagonice en la(s) nueva(s) versión(es) de la historia nacional”. Estos aportes —provenientes tanto del discurso científico como del relato ficcional— constituyen para la autora “mitologías de ausencia” en tanto son “construcciones ficcionales tendientes a hacer notar un lugar vacío dentro de la elaboración de una identidad incompleta y no exenta de culpa” y revelan “la imperiosa necesidad de reconstruir una identidad mestiza para el país” que lo acerque al resto de los países de América Latina. Se trataría, en definitiva, de una “reivindicación de Uruguay como país pluriétnico y plurirreligioso” que fragmenta el concepto unitario de una identidad nacional homogénea. Esta focalización en la cuestión indígena implica una revisión del imaginario batllista, orgulloso de la “inexistencia” de una cultura indígena que lo asemejaba a los países europeos.
En esta línea se sitúa ¡Bernabé, Bernabé! de Tomás de Mattos, ya que postula la revisión y comprensión de la campaña contra los charrúas como etapa necesaria para alcanzar la identidad uruguaya. Indagar en el destino de los charrúas significa para Josefina criticar las políticas de exterminio implementadas por el Estado, al mismo tiempo que recuperar el relato de su desaparición desde el punto de vista de los mismos indígenas.
La particular focalización de varías novelas históricas en el siglo XIX obedece, en parte, a este intento por buscar un origen de la dictadura militar en el trágico siglo pasado. ¡Bernabé y Bernabé! resulta paradigmático al presentar el etnocidio de los charrúas como una historia en la que van emergiendo signos característicos del último gobierno militar; la ética militar de la obediencia debida y la teoría de la aniquilación, el problema del juicio, la importancia de la memoria, articulados alrededor del eje de la crisis y búsqueda de identidad.