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Ed. Siglo XXI, año 2003. Tamaño Traducción de Andrea Morales Vidal y Diego Castillo. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 230
Marshall Berman ha reunido en este libro una colección de artículos en los que encontramos análisis muy estimulantes de las obras sobre Marx y el marxismo escritas por Gyorgy Lukács, Walter Benjamín, Meyer Schapiro, Edmund Wilson e Isaac Bábel entre otros. También incluye comentarios sobre autores como Perry Anderson, Studs Terkel y reflexiones sobre la inestimable aportación de Federico Engels y del mismo Marx.
Berman ha permanecido ligado al marxismo desde que siendo estudiante de secundaria leyera El manifiesto comunista y, más tarde, siendo ya universitario, leyera los Manuscritos de 1844. En el núcleo del compromiso de Berman con el marxismo está la idea de que, si queremos que esta filosofía siga teniendo importancia en el siglo XXI, tendrá que salirse de su molde actual como instrumento crítico o placer literario. El poder de emancipación del marxismo, su capacidad para configurar un mundo más allá de la pesada tarea diaria de vender el trabajo para sobrevivir, ha de ser renovado.
Marshall Berman nació en Nueva York y estudió en las universidades de Columbia, Oxford y Harvard. Desde finales de los años sesenta ha enseñado teoría política y urbanismo en la City University de Nueva York. Es autor de dos libros: Todo lo sólido se desvanece en el aire (Siglo XXI de España Editores, 1988) y The Politics of Authenticity, y de numerosos artículos sobre cultura y política. Es miembro del consejo editorial de Dissent y colaborador habitual de The Nation.
«Lo que más me impresionó en los ensayos de Marx de 1844, y que no esperaba encontrar en absoluto, fue su sentimiento por lo individual. Aquellos ensayos tempranos articulaban el conflicto entre Bildung y trabajo alienado. Bildung era el valor humano central del romanticismo liberal. Es difícil traducirlo al inglés, pues reúne una familia de ideas como «subjetividad», «encontrarse a sí mismo», «crecimiento», «identidad», «autodesarrollo» «y llegar a ser quien se es». Marx situaba este ideal en la historia moderna y proponía una teoría social. Lo identificaba con la Ilustración y con las grandes revoluciones que llegaron a su climax cuando defendieron el derecho universal del hombre a ser «activamente libre», para «afirmarse a sí mismo», para disfrutar de «actividades espontáneas» y para perseguir «el libre desarrollo de su energía física y mental». Pero también denuncia a la sociedad de mercado que se alimenta de aquellas revoluciones, porque «el dinero trastorna todas las individualidades» y porque «obliga a poner todo lo tuyo en venta…» (la cursiva es de Marx). Demuestra cómo el capitalismo moderno organiza el trabajo de tal modo que los trabajadores viven tan «alienados de su propia actividad» como de los demás trabajadores y la naturaleza. El trabajador «mortifica su cuerpo y arruina su mente», «sólo se siente él mismo fuera del trabajo, y en su trabajo (…) se siente fuera de su ser»; «sólo está cómodo cuando no está trabajando, y cuando trabaja está incómodo. Por lo tanto su tarea no es libre, sino forzada; es un trabajo forzado».
Marx muestra su respeto hacia los sindicatos que comenzaban a emerger en la década de 1840. Pero incluso si los sindicatos consiguieran sus metas inmediatas —incluso si los trabajadores consiguieran un amplio reconocimiento para unirse y obtener mejores salarios gracias a la lucha de clases—, todavía no tendrían «más que un salario de esclavo», a menos que la sociedad moderna llegase a reconocer «el significado y la dignidad del trabajo y el trabajador». El capitalismo es terrible porque sólo estimula la energía humana, el sentimiento espontáneo y el desarrollo personal para aplastarlos, excepto cuando se trata de los pocos ganadores que están en la cima. Marx defiende la democracia desde los comienzos mismos de su carrera como intelectual. Pero observa que la democracia en sí misma no es capaz de curar la miseria estructural. Mientras el trabajo esté organizado en jerarquías y rutinas mecánicas y orientado a las demandas del mercado mundial, la mayoría de la gente seguirá esclavizada, incluso en las sociedades más libres. Marx forma parte de una gran tradición cultural y es compañero de maestros modernos como Keats, Dickens, George Eliot, Dostoievski, James Joyce, Franz Kafka o D. H. Lawrence (los lectores son libres de añadir a sus favoritos) que comparten su percepción del sufrimiento del hombre moderno. Pero Marx es único en su interpretación de los elementos que constituyen esta situación. Está en toda su obra. Pero en el Manifiesto comunista y El capital hay que buscar estas ideas. En los Manuscritos de 1844, las tenemos directamente ante los ojos.
Marx escribió la mayoría de estos ensayos en medio de una de sus grandes aventuras, su luna de miel en París con Jenny von Westphalen. El año de mi aventura marxista, me acababa de enamorar por primera vez, por lo que sentía una gran curiosidad acerca de lo que Marx hubiera dicho sobre el amor y el sexo. Los marxistas con los que me encontré a lo largo de los años parecían tener una actitud colectiva no exactamente de odio hacia el sexo y el amor, pero sí de impaciencia, como si estos sentimientos hubiesen de ser tolerados como un mal necesario, pero sin dedicarles ni un ápice de tiempo o energía; nada podía ser más ridículo que creer que tuviesen un significado o valor humano en sí mismo. Después de haber escuchado esto durante años, oír la propia voz del joven Marx fue como una bocanada de aire fresco. «Desde esta relación, uno puede juzgar el nivel de desarrollo completo del hombre». Estaba diciendo justo lo que yo sentía: que el amor sexual era lo más importante.
Marx, al parecer, en sus vagabundeos por la orilla izquierda del Sena en París, conoció a radicales que promovían la promiscuidad sexual como un acto de liberación de las obligaciones burguesas. Estuvo de acuerdo con ellos en que el amor moderno podía convertirse en un problema si se impulsa a los amantes a poseer a sus amados como «propiedad privada exclusiva». Y de hecho, «La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos que un objeto es sólo nuestro cuando lo poseemos»; la cursiva es de Marx). Pero su única alternativa al matrimonio parece haber sido un acuerdo por el que cualquiera podía ser propiedad sexual de otro, lo que Marx desprecia por no ser más que una forma de «prostitución universal».
No sabemos quiénes eran esos «comunistas bastos e irreflexivos», pero la crítica que hace Marx de ellos es fascinante. Usa su bastedad sexual como símbolo de todo lo que está mal en la izquierda. Su visión del mundo «niega la personalidad del hombre en todas las esferas». Supone «la negación abstracta de todo el mundo de la cultura y la civilización»; su idea de felicidad es «nivelar hacia abajo procediendo desde un mínimo preconcebido». Por otra parte, encarnan «la envidia general constituida en sí misma como poder» y «el disfraz con el que la avaricia se restablece y se satisface a sí misma, sólo que de otra manera». Promueven «regresar a la simplicidad antinatural del hombre poco exigente que no sólo no ha podido superar la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado a conseguirla». Marx se centra en las características humanas de codicia y bastedad que hace que algunos liberales desprecien y teman a la izquierda. Diría que es mi perjuicio estúpido pensar que todos los izquierdistas son así, pero es correcto pensar que algunos izquierdistas lo son, aunque no era su caso ni el de nadie cercano a su corazón. En esto Marx no sólo tiende la mano a la tradición de Tocqueville, sino que intenta envolverla.
Cuando Marx llama «irreflexivos» a los malos comunistas, no sólo está sugiriendo que sus ideales son estúpidos, sino que no son conscientes de sus verdaderos motivos; piensan que están realizando acciones nobles, pero realmente están ocupados en actuaciones vengativas y neuróticas. El análisis de Marx aquí se extiende hasta Nietzsche y Freud. Pero también destaca su arraigo en la Ilustración: el comunismo que quiere debe incluir la autoconciencia. Esta visión de pesadilla de un «comunismo basto e irreflexivo» es uno de los puntos más fuertes del joven Marx. ¿Habría tomado los ejemplos de la vida real del París de 1840? Hasta aquí ningún biógrafo ha demostrado que hubiera candidatos convincentes; quizás sólo se los imaginaba, como los novelistas crean a sus personajes. Pero cuando hemos leído a Marx, es difícil olvidar esas pesadillas nítidas que señalan todos los caminos equivocados que podría tomar la izquierda.
El joven Marx se ocupa del sexo de otra manera sorprendente y lo concibe como símbolo de algo más grande. Cuando los trabajadores están alienados de su propia actividad en el trabajo, sus vidas sexuales se convierten en una forma obsesiva de compensación. Entonces intentan realizarse por medio de un «comer, beber y procrear» desesperados y por la «vivienda y el vestido». Pero la desesperación hace que los placeres carnales sean menos gozosos de lo que podrían ser, pues se les impone más peso psíquico del que pueden soportar.
El ensayo «Propiedad privada y comunismo» ofrece una visión más amplia y sorprende con una nota más optimista: «La formación de los cinco sentidos es el trabajo de toda la historia de la humanidad, hasta el presente». Quizás la alegría de la luna de miel le permitió imaginar que por el horizonte aparecía gente nueva, menos posesiva y avara, más sintonizada con su sensualidad y su vitalidad, mejor equipada interiormente para hacer del amor una parte vital del desarrollo humano.
¿Quién era aquella «gente nueva» que tendría a la vez el poder de representar y de liberar a la humanidad? La respuesta fue proclamada al mundo en el Manifiesto, que lo cubrió de fama y vilipendios: «el proletariado, la moderna clase trabajadora». Pero esta respuesta suscita preguntas aplastantes. Sin afinar demasiado, las podemos dividir en dos líneas: la primera se refiere a los miembros de la clase trabajadora y la segunda, a su misión. ¿Quiénes son estos tipos, herederos y herederas de todas las edades? Y, dada la extensión y profundidad de su sufrimiento que Marx describe tan bien, ¿dónde van a encontrar la energía positiva que necesitarán no sólo para llegar al poder, sino para transformar el mundo entero? En los Manuscritos de 1844, Marx no aborda las preguntas sobre «los miembros», pero explica algunas cosas fascinantes sobre su misión. Dice que incluso cuando una sociedad moderna aplasta y mutila al yo, también da expresión, dialécticamente, «al rico ser humano [der reicheMenscb] y las ricas necesidades humanas».
«El rico ser humano»: ¿dónde lo hemos visto antes? Los lectores de Goethe y Schiller reconocerán aquí el imaginario del humanismo germánico clásico. Pero aquellos humanistas creían que sólo unos pocos hombres y mujeres podrían ser capaces de llegar a la profundidad interna que imaginan; la gran mayoría de la gente, como se ha visto desde Weimar y Jena, se ahoga en trivialidades y carece de alma. Marx heredó los valores de Goethe, Schiller y Humboldt, pero los fundió con la filosofía social democrática y radical inspirada por Rousseau. En su Discurso sobre los orígenes de la desigualdad, de 1755, Rousseau planteó la paradoja de que mientras la civilización moderna aliena a la gente de sí misma, también desarrolla y profundiza aquellas identidades alienadas y les da capacidad para formar un contrato social y crear una sociedad radicalmente nueva. Un siglo después, tras una gran oleada de revoluciones y justo ante otra, Marx entiende la sociedad moderna de manera similarmente dialéctica. Pensaba que aunque la sociedad burguesa humillara y empobreciera a sus trabajadores, también los enriquecía e inspiraba espiritualmente. «El rico ser humano» es un hombre o mujer cuya «autorrealización existe como necesidad interna»; él o ella son «seres humanos que necesitan una totalidad de actividades humanas». Marx ve la sociedad burguesa como un sistema que, de infinitas maneras, pone a los trabajadores en el potro de tortura.
Aquí comienza a funcionar la imaginación dialéctica: el sistema social que los tortura también les enseña y transforma, de modo que comienzan, asimismo, a llenarse de energía e ideas mientras sufren. La sociedad burguesa trata a los trabajadores como objetos, aunque desarrolla su subjetividad. Marx tiene un breve pasaje sobre los trabajadores franceses que están empezando a organizarse (por supuesto ilegalmente): se unen instrumentalmente como medio de conseguir sus fines económicos y políticos; pero «como resultado de su asociación, adquieren una nueva necesidad —la necesidad de hacer una sociedad— y lo que comienza siendo un medio se convierte en un fin». Es posible que los trabajadores no se propongan ser «ricos seres humanos», y ciertamente nadie más quiere que lo sean, pero su destino es desarrollarse y convertir su poder de desear en una fuerza histórica mundial.
En 1844 Marx había imaginado dos comunismos muy diferentes. Uno, que le parecía deseable, era «una resolución genuina del conflicto entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre»; el otro, al que temía, «no sólo no ha podido superar la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado a conseguirla». Nuestro siglo XX ha producido un exceso del segundo modelo, pero no mucho del primero. El problema, en suma, ha sido que el segundo modelo, al que Marx temía, ha tenido tanques, y el primero, con el que soñaba, no los ha tenido. Mi madre y yo vimos en la televisión cómo aquellos tanques asesinaban niños en Budapest. Estuvimos de acuerdo, comunismo no. ¿Pero si no es esto, entonces qué? Me sentí como el participante en un concurso de preguntas de televisión, al que se le acaba el tiempo. Traje a la memoria una frase que había visto en el New York Times, en una historia sobre los existencialistas franceses —Sartre, De Beauvoir, Henri Letebvre, André Gorz y sus amigos—, quienes intentaban fundir su pensamiento con el marxismo y crear una perspectiva radical que pudiera trascender los dualismos de la Guerra Fría. Le dije: «Llámalo humanismo marxista». «¡Oh!», exclamó mi madre, «humanismo marxista suena bonito». ¡Zas! Mi aventura marxista había cristalizado; en un instante había orientado mi identidad para los siguientes cuarenta años.
¿Y qué ocurrió desde entonces? Viví otros cuarenta años. Fui a Oxford y después a Harvard. Más tarde conseguí un trabajo estable en el sector público como profesor de teoría política y urbanismo en la siempre acosada City University de Nueva York. Trabajé sobre todo en Harlem, pero también en el centro. He tenido la suerte de hacerme mayor como ciudadano de Nueva York y que mis hijos se hayan educado en la fervorosa libertad de la ciudad. Fui miembro de New Left, la Nueva Izquierda, hace treinta años, y hoy ya formo parte de la Izquierda Gastada. (Mi generación no debe sentirse avergonzada por el nombre. Cualquiera que tenga la suficiente edad como para conocer las oscilaciones del mercado sabe que a menudo ciertos productos usados superan a los modelos nuevos). No creo que me haya hecho viejo aún, pero he vivido mucho, y en toda esta trayectoria he trabajado para mantener vivo el humanismo marxista.
Cuando está acabando el siglo XX, el humanismo marxista ya tiene casi medio siglo. Nunca ha triunfado en este país, ni en ningún otro, pero ha encontrado su sitio. Un posible sitio sería verlo como una síntesis de la cultura de los cincuenta y de los sesenta: un sentimiento de complejidad, ironía y paradoja, combinado con el deseo de saltar hacia adelante, de éxtasis; una fusión de los «Siete Tipos De Ambigüedad» con «Queremos el Mundo y lo Queremos Ahora». Merece un lugar de honor en la historia más reciente, en 1989 y después, en medio de los cambios cuyos protagonistas llamaron la Revolución de Terciopelo.
Mijaíl Gorbachov deseaba concederle un lugar en su parte del mundo. Imaginaba un comunismo que pudiera acrecentar la libertad personal, no aplastarla. Pero llegó demasiado tarde. A la gente que había vivido en el horizonte soviético le falló la visión; no podía verlo. El pueblo soviético había estado tan oprimido durante tanto tiempo que no lo conocían; él hizo un llamamiento, pero no le respondieron. Pero podemos ver a Gorbachov como un Willy Loman de la política; un vendedor fracasado, pero un héroe trágico.
Algunos piensan que el humanismo marxista adquiere su significado completo como alternativa al estalinismo y que murió al desmoronarse la URSS. Desde mi punto de vista su fuerza dinámica real radica en ser una alternativa al capitalismo nihilista de mercado que domina actualmente en todo el mundo. Esto significa que tendrá mucho trabajo que hacer durante mucho tiempo.
Hay una imagen fantástica que surgió al principio de los noventa -por lo menos fue entonces cuando la conocí en mi facultad de CCNY— en la vida callejera de los guetos de afroamericanos, y particularmente de la música hip-hop actual, en la que no se crea música por medio de armonizaciones, sino de mezclas. Esta es la imagen: «Caught up in the mix», «Atrapados en la mezcla». «Ella está atrapada en la mezcla»; «Estoy atrapado en la mezcla». Esta imagen engancha porque capta buena parte de las vidas de mucha gente. Pienso que Marx comprendió mejor que nadie cómo la vida moderna es una mezcla; cómo, aunque haya muchas variaciones, en lo más hondo es una mezcla, «la mezcla»; cómo nos tiene atrapados a todos; y qué fácil y qué normal es que la mezcla salga mal. También mostró cómo, una vez que comprendemos la forma arbitraria en que nos han juntado, podemos luchar por tener la fuerza de hacer un remix.
El humanismo marxista puede ayudar a la gente a encontrar un lugar en la historia, incluso en una historia que duele. Puede mostrar cómo incluso aquellos que están aplastados por el poder pueden tener la fuerza de luchar contra él; cómo incluso los supervivientes de tragedias pueden hacer historia. Puede ayudar a la gente a descubrirse a sí misma como «ricos seres humanos» con «ricas necesidades humanas» y puede mostrarles que hay más de lo que piensan para ellos. Puede ayudar a las nuevas generaciones a imaginar nuevas aventuras y despertarles su deseo de cambiar el mundo, de modo que sólo formarán parte de la mezcla, sino que también podrán participar haciéndola».
INDICE
Prefacio
Introducción. «Atrapados en le mezcla»: algunas aventuras marxistas
1- Marx: el bailarín y la danza
2- Libertad y fetichismo
3- Todavía esperando en la estación
4- Studs Terkel: dando vida al mural
5- Los personajes de El Capital
6- Todo lo sólido se desvanece en el aire: Marx, la modernidad y la modernización
7- Los signos de la calle
8- De París a Gdansk
9- El «chutzpah» cósmico de György Lukács
10- Isaac Bábel: esperando a los bárbaros
11- Meyer Schapiro: la presencia del sujeto
12- Walter Benjamin: un ángel en la ciudad
13- Unchained melody