Aparecido en COMMA. PROSPETTIVE DI CULTURA II, octubre-noviembre, 1966
El primer paraíso era el del padre.
Había una alianza de los sentidos
debida a la adoración única de algo erecto,
en ese mundo
que tenía un rasgo solo, como el desierto
en un color leonino, caliente de un sexo desconocido
como una estrella de la que ha quedado solo la luz
-era la estación del sol-
En esa luz naranja y sin fin,
en el cerco del desierto como un regazo poderoso,
en la ignorancia de las erecciones paternas pero en su calor
(casi de toro ingenuo, de hombre esquilado como los jóvenes),
el niño gozaba del paraíso: la protección
tenía una sonrisa de conscripto, la paciencia de un rey,
y El estaba lejos, o llegaba quizá con una cara
levemente irónica, como tiene siempre quien protege
al débil, al tierno -que es casi una mujer-.
El odio surgió de improviso, y sin razón.
El niño odió quizá a ese hombre
por su excesiva inocencia.
El regazo que era como un sol cubierto por nubes
dulces y potentes, el regazo de ese hombre lejano,
se convirtió en un oscuro fondo de pantalones,
quizá perdió vigor, perdió la inocencia equina,
no fue más que humano. Y el niño obedeció.
Llegó el día en que desde la lejanía
naranja del desierto
se ven las primeras palmas,
la primera pista que se pierde muda entre las dunas.
Y el niño perdió el paraíso.
El padre lo expulsó, castigándolo
por su deseo de ser castigado:
obedeció también él a la obediencia del hijo
(¿tambié él tenía un padre?).
Ese primer paraiso quedó así en el desierto
de una verde región
o de una pequeña ciudad de provincias
-en las casas con visillos blancos de una abuela paterna-,
y alturas imposibles, donde para siempre se perdió
el calor de la fecundidad del padre muchacho.
El niño cayó de cabeza sobre la tierra,
perdió el nombre de Lucifer y tomó, a la vez,
el de Abely el de Caí (así fue al menos
en las tierras
entre el último blanquear del mar
y el primer rosa de los desiertos africanos).
Era el nuevo paraíso, y en medio
de prímulas y violetas
estaba la madre con su pelliza pobre
con olor de precoz primavera.
Como era terrestre, dulcemente terrestre
su dulzura de niña, que no tiene
horizonte distinto del
que los padres, o los hermanos, o el marido le asignan:
y resignada. pero llena de fantasía
sueña, más allá de ese horizonte, con tierras sólo más felices
y heroicas,
sin atreverse a desearlas para sí,
sino deseándolas solo para ese hijito a su lado,
también él todo rociado del frescor de las prímulas.
Discurría un río, en ese paraíso,
y cada uno suele darle el nombre que quiera,
cada uno tiene el suyo, que es siempre el mismo;
porque la casa donde la madre y el nuevo padre se alojan
después del matrimonio, está siempre en los alrededores de un río.
Éste puede discurrir entre una campiña poderosamente verde
o entre las dunas de las orillas del mar:
o puede ser párvulo
entre rocas esparcidas casualmente al sol.
No importa. Alrededor de ese río profundo y verde,
o parco de agua entre las piedras secas,
crecen solos los frutos, y tienen nombres de paraíso,
manzanas, uvas, cerezas. Y las flores. las inútiless flores,
no montan menos que ellos: y también sus nombres
son maravillosos, prímulas, o girasoles,
o las rosas de zarza, con esos pétalos que se deshacen
entre las espinas, o las campanillas de invierno, o las flores de los tilos…
También el sol es una criatura amiga,
dulcificada por la indefensa idea que la madre
transmite al pequeño hijo valiente a su lado;
y como nace por la mañana, muere al atardecer,
y deja su lugar a esas estrellas que el niño
debe arenas ver, y dejar a sus silencios.
¡Pero no todas las madres son inocentes!
Incluso la más inocente de las madres
-y no se sabe cómo puede haberlo hecho-
está subyugada por lo que para el hijo
es espantoso escándalo.
Un ruiseñor cantaba desesperado
incluso cuando nadie le oía
en los márgenes del paraíso.
Y el mismo odio sin razón,
nacido solo, como un fruto o una flor
del paraíso terrenal renació.
Nuestra vida es un necio identificarse
con aquellos que algo inmensamente nuestro
nos ponen al lado.
Fuimos, así, la madre que peca ante el fruto
del llanto sin perdón, el fruto
desconocido para nosotros, aterrorizados por su misterio
que resucitaba los días del padre
anteriores a los del paraíso terrenal.
Resplandeció de nuevo el sol del desierto
sobre esa pequeña poma humana, meta de pobre garganta.
Pero era horripilante,
como, precisamente, el sol de otro tiempo,
de otro mundo:
el habitual sol de cada día se mantenía
apartado, segregado como en un repentino diciembre,
y el otro resplandecía; canícula y peste;
para crear un profundo silencio,
y la madre, que era su niño,
mordió con maternal inocencia y filial malicia
ese fruto estival.
Enseguida el nuevo padre -que en comparación con el antiguo
era como este mísero sol de invierno en comparación
con el que resplandecía sobre él, de los Primeros Veranos-
siguió su ejemplo, humilde hombre de la tierra,
fácilmente tentado y fácilmente corrompido.
También con él nos habíamos identificado
porque, en cuanto nosotros mismos, no podíamos existir:
podíamos existir solo si éramos el padre, la madre.
Pecamos con sus bocas, con sus manos.
Y el Primer Padre nos expulsó.
Así perdimos también el segundo paraíso.
¡Son dos, por tanto, los paraísos que hemos perdido!
Cogidos de la mano de la madre
tomamos los caminos del mundo.
Lucifer se separó de Abel
y siguió su destino
acabando en la oscuridad más profunda.
Abel murió
asesinado por sí mismo en forma de Caín.
En suma no quedó más que un hijo,
un hijo solo
Esto al menos sucedió en las tierras
donde hace doce mil años se produjo la primera inseminación,
y, un milenio después de este acontecimiento,
fue nombrado un rey amo de los hombres multiplicados,
entre el último blanquear del mar y el primer
rosa del desierto. ¡Cuánta vajilla coloreada!
Tuvimos que ganarnos la vida:
esto nos quitó a nosotros, y fue y es el primer infierno
-éste, éste, que tú visitas y recuerdas.
Pero debajo del infierno hay otro infierno,
igual que antes del paraíso había otro paraíso.
Y al igual que no puedes tener más que una sombra de memoria
de aquel paraíso, no puedes tener más que una vaga
sospecha de este segundo infierno: que vives
y no sabes,
y arrebatas a ti mismo, pobre hijo
con una falsa idea de sí,
con un insignificante recuerdo
de padres envejecidos o muertos,
con una vida cotidiana donde el trabajo
(salvo los raros casos en que es un ornamento del sexo)
es una necesidad de la vida que aniquila la vida.