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Ed. Tusquets, año 2013. Tamaño 21 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 184
«Una cosa era segura: a mí no me interesaba estallar antes de tiempo en maravillosa mujercita. No tenía cuerpo. No tenía alma.» Así se recuerda María de la Cruz López, narradora y protagonista de Las poseídas, desde un presente no especificado. El libro de Betina González, ganador del VIII Premio Tusquets Editores de Novela, transcurre en la década de 1980, cuando la Argentina era «un país recién salido de su peor dictadura». En ese entonces María tenía dieciséis años y asistía a un colegio de monjas de Olivos llamado Santa Clara de Asís.
Su relato se desarrolla a lo largo de unas semanas y se centra en el ambiente escolar. La chica clasifica a sus compañeras en diferentes grupos. Marisol Arguibel, una «barbie californiana» es la reina de las «Iniciadas». En el otro extremo se encuentran «las católicas convencionales, las que tocaban la guitarra en misa y suspiraban por los seminaristas». María, una outsider innata, no se identifica con ellas. Tampoco con las deportistas ni con las estudiosas ni las fanáticas del rock. Lo más parecido a una amiga surge en la figura de Felisa Wilmer, una nueva alumna que ha vivido en Europa desde los seis años y cuya madre acaba de morir.
Las poseídas está escrita con convicción. Ofrece una serie de episodios que no buscan tejer una trama demasiado uniforme, sino brindar un marco adecuado para la cáustica voz de la narradora. En ella reside la fuerza motora de la novela. Su vehemencia irónica se lanza fundamentalmente contra las enseñanzas de un catolicismo obsesionado por tabúes sexuales, pero también incluye en sus diatribas a los estereotipos femeninos propuestos por una cultura patriarcal. De las observaciones reunidas en sus páginas podría concluirse que en ciertos círculos de aquella época sobrevivían muchas de las convenciones sociales de la década de 1960.
En su rebelión contra las normas establecidas, María decide despojarse del «estigma» de la virginidad con el «Perfecto Desconocido», que resulta ser un cadete de una escuela militar. Cuando se descubre el romance entre una monja y el padre de una alumna, reflexiona: «El amor, tal como la escritura quiere venderlo, no es más que eso: lo que queda después de la Caída».
A medida que va conociendo más a Felisa Wilmer se da cuenta de que se trata de una chica muy extraña, dominada por tendencias suicidas. En una escapada del colegio, Wilmer la lleva a una casa. Allí, colgadas en las paredes de una sala, hay fotos de niñas vestidas con disfraces y otras que las muestran desnudas. Ninguna parece tener más de doce años y a todas les han tachado la cara con pintura negra. Estas imágenes -un guiño a las aficiones fotográficas de Lewis Carroll- se hallan vinculadas a una sórdida historia que se inicia con la madre de Felisa y explican los trastornos mentales que afectan a su hija. Su desequilibrio -lindante con lo fantástico- se manifiesta a través de «dos espíritus» que la poseen: uno es el de Celia, una chica que murió ahogada y le ordena matar animales; el otro es el de Roderick, que la hace recitar poemas en inglés y le permite tocar en la guitarra «casi cualquier cosa, desde John Dowland hasta Pink Floyd».
Otras líneas argumentales se desprenden de la aparición de un exhibicionista en las cercanías de la escuela y de la leyenda de Marcelina, una huérfana a cargo de las monjas que sostenía haber visto treinta y tres veces a la Virgen. Estos hechos y la desaparición de una alumna se suman a los ya mencionados para desencadenar un final con cierto suspenso. Todas estas experiencias señalan en María el comienzo «de la vida verdadera» y la motivan a concluir con amargura que «cualquier intimidad lleva consigo la semilla potencialmente destructora del amor».