Ed. Espasa Calpe (Colección Austral), año 1949. Tamaño 18 x 11.5 cm. Traducción del inglés de Antonio Dorta. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 162
Edward Gibbon (1737, Surrey, Inglaterra) agradeció formalmente el hecho de no haber nacido esclavo (en su época, el siglo XVIII, el comercio de esclavos estaba en su apogeo), salvaje o campesino, sino en un país libre y civilizado, en una era de ciencia y filosofía, en una familia de categoría honorable, y decentemente agraciado con los dones de la fortuna”. Sin embargo, la naturaleza se mostró parca en su generosidad: era feo y enfermizo. Aunque su inteligencia e ingenio hicieron que se enamorase locamente de él la bellísima Suzanne Curchod, a la que despreció con un gran disgusto de Rousseau, y que poco tiempo después la joven se casaría con Necker, el gran ministro de finanzas francés que convocó la Sesión de los Estados Generales que condujo a la Revolución Francesa, y su hija fue madame de Staël. Gibbon carecería de belleza, pero no de buen gusto.
Una cosa, entre otras muchas, que nos sorprende de su obra, es el nombramiento que hacían los emperadores romanos de primeros ministros-cortafuegos, de suerte que cuando el pueblo, harto de sufrir humillaciones e indignidades, se levantaba en armas como un mar tempestuoso imparable contra el poder cruel, caprichoso y tiránico del gobierno, el propio emperador solía ofrecer ya in extremis la cabeza cortada del primer ministro, con lo que salvaba la suya propia y calmaba la sed de justa venganza popular durante algún tiempo. En el fondo, era una especie de forma de representación del emperador, de magia contaminante en la que se mataba a otro del verdadero culpable, culpable, por lo demás, divino. Así, por ejemplo, Cómodo lo hizo en al menos dos ocasiones, ofreciendo primero la testa de su primer fiel ministro, Perenne, y luego, la de su no menos fiel Cleandro.
La revolución se detenía así en el penúltimo peldaño del crepidomo del templo imperial. Esta figura del cortafuegos humano pasó sin duda a las monarquías occidentales, y en España, por ejemplo, algunas coronas lavaron sus propios crímenes gracias a estos cortafuegos humanos: Gonzalo de Córdoba, Antonio Pérez, el Duque de Lerma, el Conde-Duque de Olivares, Macanaz, el Marqués de la Ensenada, Esquilache, Godoy, Miquel Primo de Rivera, ¿El Duque de Palma?, etc.
Si se le pidiera a Edward Gibbon que determinara el período de la historia del mundo en que la condición de la raza humana fue más próspera y feliz, mencionaría sin dudar la que se extiende entre la muerte de Domiciano hasta el ascenso de Cómodo. Y quizás el emperador moralmente más bueno fue Antonino Pío, considerado con razón un segundo Numa, ya que ambos se distinguieron por el mismo amor a la religión, la justicia y la paz. Amaba especialmente el teatro y no era insensible a los encantos del bello sexo.
Su primera publicación en inglés fue llamada: “Observaciones criticas sobre el Libro VI de la Eneida”. El texto que fue enviado a la prensa británica de forma anónima, fue muy aplaudido tanto por el público como por la crítica de la época. Por ello Gibbon, que no pudo disfrutar del éxito de su creación, se arrepintió del modo en el que había dado a conocer su obra.
Fue en la iglesia de los Zoccolanti, en Italia, donde Edward Gibbon decidió escribir su obra sobre la caída del Imperio Romano. En un principio, se iba a tratar tan sólo de recordar la historia de la ciudad de Roma, sin embargo, acabó por abarcar los hechos sucedidos a lo largo de todo el imperio. En la “Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano”, título que definitivamente recibió la obra, el autor inglés quiso describir el triunfo de la barbarie y la religión, según sus propias palabras.
Para poder llevar a cabo este extenso trabajo, Edward Gibbon se documentó ampliamente a través de escritores clásicos como Tácito, Plinio el Joven, Juvenal, Sigonio, Maffei, Baronius, Pagi, y textos como“El Código Teodosio” o “Los Anales y Antigüedades de Italia” del Doctor Muratori. Nuestro historiador comenzó a publicar su creación en 1775 y fue un tremendo éxito. De hecho, el primer volumen, se ha tenido siempre como el mejor de la colección. La obra completa está formada por ocho volúmenes que vinieron en los años consecutivos. Fue por este manuscrito por el que Gibbon pasó a la historia, ya que a pesar de que existen otras historias sobre la caída del imperio romano, la confeccionada por el autor inglés se ha consultado a partir de entonces con mucha más frecuencia de la que se puede imaginar.
En esta Autobiografía, su obra póstuma, Edward Gibbon deja una valiosa muestra de los diferentes valores sociales, científicos y religiosos que gobiernan la Europa ilustrada del siglo XVIII. Los continuos viajes realizados por el autor inglés a lo largo de distintos países europeos hicieron que confluyeran en él diferentes modos de ver la vida. Esta cuestión queda perfectamente reflejada en los modos de pensar que se suceden en las diferentes etapas de su vida. Pese a estos cambios tan continuos en su forma de pensar, sus ideas racionales gobiernan desde la primera hasta la última palabra de esta biografía que además está con un sentido del humor un poco peculiar.