Aquella noche Stephen Cooke tuvo una polución nocturna, la primera en muchos años. Después se quedó despierto, de espaldas, con las manos’bajo la cabeza, mientras las últimas imágenes del sueño se diluían en la oscuridad y el semen, extrañamente ubicado en la parte inferior de la espalda, se iba enfriando. Se quedó quieto hasta que la luz se hizo azul grisácea, y después tomó un baño. También allí se quedó un largo rato, mirando, somnoliento, su propio cuerpo, brillante bajo el agua.

El día anterior había tenido una cita con su esposa en un café fluorescente con mesas de fórmica roja. Eran las cinco en punto cuando llegó y casi había oscurecido. Como lo esperaba, llegó antes que ella. La moza era una muchacha italiana, de quizás nueve o diez años, con ojos pesados e insulsos, llenos de preocupaciones adultas. Laboriosamente escribió la palabra «café» dos veces en su libreta, partió la hoja por la mitad y, con mucho cuidado, dejó una parte sobre la mesa, boca abajo. Después se fue, arrastrando los pies, a usar la Gaggia, una máquina enorme y brillante. Era el único cliente del café.

Su esposa lo estaba observando desde afuera. No le gustaban los cafés baratos y, antes de entrar, se aseguraba de que él hubiera llegado. La vio cuando dio vuelta el asiento para tomar el café que le ofrecía la muchacha. Estaba parada detrás del hombro del reflejo de su propia imagen, como un fantasma, medio escondida en un portal, en la vereda de enfrente. Sin duda creía que él no podía ver la oscuridad desde el café, tan iluminado. Para que ella no sospechara, movió la silla y le ofreció una vista más completa de su cara. Revolvió el café y miró a la moza, en trance, apoyada contra el mostrador mientras se sacaba de la nariz un hilo largo y plateado. El hilo se cortó y le quedó en la punta del dedo índice, como una perla descolorida. Lo miró fugazmente y lo desparramó en el muslo, de modo que desapareció delicadamente.

Cuando entró su mujer, al principio no lo miró. Fue directo al mostrador y le pidió un café a la muchacha. Se lo llevó ella misma a la mesa.

-Me encantaría -dijo con aire descontento mientras desenvolvía el azúcar- que no eligieras lugares como éste.

Él sonrió con indulgencia y se tomó el café de un solo trago. Ella terminó el suyo, a tragos cuidadosos y medidos. Después sacó de la cartera un espejo pequeño y algunos pañuelos de papel. Se secó los labios rojos y limpió una mancha roja de un diente. Hizo un bollo con el pañuelo, lo puso en el platito y cerró la cartera. Stephen miraba cómo el pañuelo absorbía la mancha de café y se ponía gris. Dijo:

-¿Tienes otro que puedas darme?
Le dio dos.
¿No vas a llorar, no?
En otra cita como esa él había llorado. Se sonrió.
-Quiero sonarme la nariz.

La muchacha italiana se sentó en una mesa cerca de la de ellos y desparramó sobre la fórmica roja varios pedazos de papel. Los miró, y después se inclinó hacia adelante hasta casi tocar la mesa con la nariz. Empezó a llenar columnas de números. Stephen murmuró:

-Está haciendo las cuentas. Su esposa susurró:
-No debería permitirse, una niña de su edad. Desviaron la vista uno del otro, incómodos por compartir una opinión; tan poco frecuente.

-¿Cómo está Miranda? -dijo por fin Stephen.
-Está bien.
-Voy a ir a verla este domingo.
-Si es lo que quieres.
-Y la otra cosa -Stephen demoró sus ojos en la muchacha, que ahora balanceaba las piernas y fantaseaba. O quizás estaba escuchándolos.
-¿Sí?
-La otra cosa es que, cuando empiecen las vacaciones, quiero que Miranda venga a pasar unos días conmigo.
-No quiere.
-Preferiría que me lo dijera ella misma.
-No te lo va a decir. Si le preguntas, la harás sentir culpable.
Golpeó la mesa bruscamente, con la palma de la mano.
«¡Escucha!» Casi gritó. La muchacha levantó la vista y Stephen sintió que se acercaba.
-¡Escucha! -dijo más bajo- voy a hablar con ella el domingo y veré yo mismo cómo son las cosas.
-No va a ir -dijo la esposa, y volvió a cerrar la cartera , como si su hija estuviera acurrucada adentro.

Los dos se pararon. La muchacha también se paró y se acercó para recibir el dinero de Stephen. Aceptó la generosa propina sin reconocimiento alguno. Afuera del café Stepehn dijo:
– Entonces el domingo.
Pero su esposa ya había empezado a caminar y no lo escuchó.

Esa noche tuvo la polución nocturna. El sueño tenía que ver con el café, la muchacha y la máquina de hacer café. Acabó en un placer repentino e intenso, pero por el momento no se acordaba de los detalles. Salió de la bañera, caliente y mareado, al borde -pensó- de una alucinación. Apoyado en la bañera, esperó a que se disipara, una cierta perversión del espacio entre los objetos. Se vistió y salió a la placita de árboles moribundos que compartía con sus vecinos. Eran las siete en punto. Drake, que se había autoproclamado guardián de la plaza, ya estaba arrodillado junto a un banco. En una mano tenía una espátula para sacar la pintura, en la otra, una botella con un líquido incoloro.

-Las palomas cagan -le ladró Drake a Stephen. -Las palomas cagan y nadie puede sentarse. Nadie.

Stephen se paró detrás del viejo, con las manos en los bolsillos, y lo miró trabajar en las manchas blancas y grises. Se sintió reconfortado. Por los bordes de la plaza había un caminito que el tráfico cotidiano de paseadores de perros, escritores con libretas y parejas casadas en crisis usaban hasta el cansancio.

Ahora, mientras caminaba por allí, Stephen pensó -como lo hacía frecuentemente- en su hija Miranda. El domingo cumpliría catorce años, hoy debería comprarle un regalo. Dos meses atrás ella le mandó una carta. «Querido papi, te estás cuidando? Por favor, ¿me podrías dar veinticinco libras para comprarme un grabador? Un beso, Miranda». Contestó inmediatamente y en el momento mismo en que tiró la carta en el buzón lamentó haberla mandado. «Querida Miranda, me estoy cuidando, pero no lo suficiente como para acceder a etc. etc». En realidad, había escrito la carta para su esposa. En el correo habló con un oficial comprensivo que lo llevó, guiándolo por el codo. ¿Quiere recuperar una carta? Por aquí, por favor. Cruzaron una puerta de vidrio y se asomaron a un pequeño balcón. El amable oficial señaló con un amplio movimiento de mano la espectacular vista, metros cuadrados de hombres, mujeres, máquinas y cinturones rotativos. ¿Por dónde quiere empezar?

Volvió al punto de partida por tercera vez y notó que Drake se había ido. El banco estaba completamente limpio y olía a alcohol. Se sentó. Le había mandado treinta libras a Miranda, tres billetes nuevos de diez libras, por carta certificada. Lamentó también eso. Las cinco de más ponían su culpa en evidencia. Pasó dos días escribiéndole una carta, torpemente, sobre nada en particular, sensiblero. «Querida Miranda, el otro día escuché por la radio música pop y no pude evitar preguntarme si las letras «. No había respuesta concebible para semejante carta. Pero la respuesta llegó unos diez días más tarde. «Querido papi, gracias por el dinero. Compré un Musivox Júnior, igual al de mi amiga Charmian. Un beso grande, Miranda. PD: tiene dos parlantes».

Una vez de vuelta en casa se hizo café, lo llevó a su estudio y cayó en un trance leve que le permitió trabajar durante tres horas y media sin interrupciones. Comentó un
panfleto sobre actitudes victorianas frente a la menstruación, completó otras tres páginas de un cuento que estaba escribiendo, escribió un poco en su azaroso diario. Tipeó, «emisión nocturna, como el último jadeo de un viejo», y lo tachó. Sacó de un cajón un libro gordo y en la columna de los haberes escribió: «Comentario 1500 palabras. Cuento
1020 palabras. Diario 60 palabras». Subrayó la fecha con un bolígrafo rojo que sacó de una caja en la que decía «lapiceras», cerró el libro y volvió a ponerlo en el cajón. Cambió la funda de la máquina de escribir, volvió a poner el teléfono en la horquilla, juntó la taza, el platito y la cuchara en una bandeja y se los llevó. Al salir, cerró la puerta del estudio y de esta manera concluyó el rito matutino que practicaba, sin
cambio alguno, desde hacía veintidós años.

Se fue a Oxford Street y buscó, sin detenerse demasiado, regalos para el cumpleaños de su hija. Compró un par de jeans, un par de zapatillas de lona pintadas con las estrellas y rayas de la bandera americana. Compró tres remeras de colores con inscripciones graciosas Llueve en mi corazón, Virgen Todavía y Ohio State University. Le compró una almohadilla perfumada y un juego de dados a una mujer que vendía en la calle y un collar de perlas de plástico. Compró un libro sobre heroínas, un juego de espejos, un vale de cinco libras para un disco, un pañuelo de seda para el cuello y un pony de vidrio. Asoció el pañuelo de seda con ropa interior y, decidido, volvió al negocio.

La quietud erótica, pastel, del piso de ropa interior despertó en él una cierta sensación de tabú, le dio ganas de acostarse en algún lugar. Dudó cuando estaba por entrar y decidió irse. Compró un frasco de colonia en otro piso y volvió a su casa en un estado de melancólica excitación. Puso los regalos sobre la mesa de la cocina y los inspeccionó con asco. Vomitivamente excesivos y condescendientes. Durante un buen rato se quedó parado frente a la mesa de la cocina mirando los objetos, uno por uno, tratando de revivir la convicción con que los había comprado. Separó el vale para el disco, y metió el resto en una bolsa que guardó en el armario del pasillo. Después se sacó los zapatos y las medias, se tiró en la cama sin hacer, repasó con un dedo la mancha incolora que se había endurecido en la sábana, y después se durmió hasta el anochecer.

Desnuda de la cintura para arriba, Miranda Cook dormía atravesada en la cama, con los brazos desparramados, la cara profundamente enterrada en la almohada y la almohada profundamente enterrada bajo su pelo amarillo. Desde una silla junto a la cama, una radio rosa transmitía metódicamente los top twenty. El último sol de la tarde atravesaba las cortinas, cerradas, y teñía la habitación del verde somnoliento de los acuarios tropicales. Una amiga de Miranda, la pequeña Charmian, le acariciaba con las uñas la espalda pálida y tersa.

Charmian también estaba desnuda, y el tiempo parecía detenido. Las muñecas de la infancia, que ya Miranda había dejado de usar, estaban en fila contra el espejo y el tocador con los pies escondidos por frascos de cosméticos y cremas, y las manos levantadas en perpetua sorpresa. Las caricias de Charmian fueron haciéndose más lentas hasta detenerse, y dejó las manos descansando en la parte inferior de la espalda de su amiga. Fijó la vista en la pared, mientras se balanceaba ensimismada. Y escuchaba.

Están todos encerrados en la enfermería,
tienen cabezas de auriculares, tienen cuellos sucios,
ion tan siglo XX.

-No sabía que eso estaba de moda -dijo. Miranda dio vuelta la cara y habló detrás de su pelo. ]
-Volvió a ponerse de moda hace poco -explicó. -La cantaban los Rolling Stones.

¿No crees que hay un lugar para ti
entre las sábanas?

Cuando terminó la canción Miranda habló, malhumorada, tapando la rutina histérica del disk-jockey.

-Paraste. ¿Por qué paraste?
-Te lo estuve haciendo por mucho tiempo. ]
-Dijiste media hora, por mi cumpleaños. Me lo prometiste.

Charmian volvió a empezar. Miranda, suspirando como el que no recibe más que lo que le deben, hundió la boca en la almohada. Fuera de la habitación el tráfico zumbaba tranquilamente, el volumen de la sirena de una ambulancia subió y bajó, un pájaro comenzó a cantar, se detuvo, volvió a empezar, un timbre sonó abajo, en algún lugar y después se escuchó una voz, una y otra vez, pasó otra sirena, esta vez más distante. Todo era tan remoto desde la melancolía acuática donde el tiempo se había detenido, donde Charmian arrastraba suavemente las uñas por la espalda de su amiga para su cumpleaños. Volvió a
escucharse la voz. Miranda se levantó y dijo:

-Creo que es mi mamá que me llama. Debe haber llegado mi papá.

Cuando tocó el timbre de la casa en donde había vivido durante dieciséis años, Stephen supuso que lo atendería su hija, como casi siempre. Pero esta vez apareció su esposa. Le llevaba tres escalones de vantaja y lo miró desde arriba, esperando que dijera algo. No tenía nada preparado para decir.

-¿Está está Miranda? -dijo finalmente. -Es un poco tarde -agregó y, aprovechando la oportunidad, empezó a subir los escalones. A último momento su esposa dio un paso al costado y abrió un poco más la puerta.

-Está arriba -dijo con voz apagada mientras Stephen trataba de abrirse paso sin tocarla.
-Vamos a la sala grande.

Stephen la siguió hasta la sala, cómoda, siempre igual, cubierta desde el piso hasta el techo con los libros que él había dejado. En una esquina, debajo de la funda de lona, estaba su piano de cola. Stephen deslizó la mano por el borde curvo.

-Tengo que sacarlos de tu alcance -dijo señalando los libros.
-Tómate tu tiempo -dijo ella mientras le servía una copa de sherry. -No hay apuro.

Stephen se sentó al piano y levantó la funda.

-¿Alguna de ustedes lo toca ahora? Ella cruzó la habitación con el vaso en la mano y se paró detrás de él.
-Nunca tengo tiempo. Y a Miranda ya no le interesa. Desparramó sus manos sobre un acorde suave, espacioso, lo sostuvo con el pedal y escuchó cómo se iba muriendo.
-Veo que lo tienen afinado.
-Sí.

Tocó más acordes, empezó a improvisar una melodía, casi una melodía. Por suerte pudo olvidarse para qué había venido y lo dejaron tocar el piano, su piano, tranquilamente por una hora o algo así.

-Hace más de un año que no tocaba -dijo justificándose. Ahora su esposa estaba junto a la puerta a punto de llamar a Miranda, y tuvo que suspender el aliento para decir,
-¿En serio? A mí me parece que suena bien. Miranda -la llamó-, Miranda, Miranda -subiendo y bajando en tres notas, la tercera más alta que la primera, y arrastrándolas a modo de pregunta. Stephen tocó, en eco, la melodía, y su esposa se calló abruptamente. Lo miró.
-Muy vivo.
-Sabes que tienes una voz musical -dijo Stephen sin ironía. Ella entró un poco más en la habitación.
-¿Todavía piensas pedirle a Miranda que se quede en tu casa?
Stephen cerró el piano y se resignó a las hostilidades.
-¿Entonces estuviste llenánole la cabeza?
Ella se cruzó de brazos
-No va a ir. Por lo menos no va a ir sola.
En mi departamento no hay lugar para ti también.
-¡Gracias a Dios que no hay lugar para mí»
Stephen se puso de pie y levantó una mano a lo cacique.
-¡No empecemos! -dijo. – ¡No empecemos!
Ella asintió con la cabeza y volvió a la puerta y llamó a su hija con tono monocorde, inmune a toda imitación. Después, calmada, dijo:
-Me refiero a Charmian. La amiga de Miranda.
-¿Cómo es? Dudó.
-Está arriba. La vas a ver.
-Ah.

Se sentaron en silencio. Stephen escuchó las risitas que llegaban desde arriba, el ruido distante y familiar de las cañerías, la puerta de una habitación abriendo y cerrándose. Eligió de sus estantes un libro sobre sueños y lo hojeó. Se dio cuenta que su esposa estaba saliendo de la habitación, pero no levantó la vista. El sol del anochecer iluminaba la habitación. «La eyaculación que ocurre durante un sueño indica la naturaleza sexual de todo el sueño, por más oscuro o improbable que sea el contenido. Los sueños que culminan en una eyaculación pueden estar revelando tanto el objeto del deseo de la persona que sueña como sus conflictos internos. Un orgasmo no puede mentir».

-Hola, papi -dijo Miranda. -Esta es Charmian, mi amiga.

La luz le daba en los ojos y al principio creyó que estaban de la mano, como una madre y su hija, una al lado de la otra delante de él, iluminadas desde atrás por un sol naranja y moribundo, esperando que las saludara. La risa reciente parecía escondida en el silencio. Stephen se paró y abrazó a su hija. Al tocarla la sintió diferente, más robusta quizás. No olía familiar, por fin tenía una vida privada de la que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Sus brazos desnudos estaban muy tibios.

-Feliz cumpleaños -dijo Stephen, cerrando los ojos mientras la abrazaba y se preparaba para saludar a la figura diminuta al lado de su hija. Sonriendo, dio un paso atrás y, para darle la mano, casi se arrodilló sobre la alfombra roja. Ella, una estatuilla
con cara de muñeca, parada a menos de un metro de su hija, que devolvía la sonrisa paterna con rostro inexpresivo y demasiado grande.

-Leí uno de sus libros -fue, tranquila, su primera observación. Stephen volvió a sentarse. Las dos muchachas se quedaron de pie enfrente suyo como si buscaran que las describieran, que las compararan. La remera de Miranda no le llegaba a la cintura por varios centímetros y sus pechos incipientes levantaban el borde y dejaban ver el ombligo. Protectora, tenía la mano en el hombro de su amiga.

-¿En serio? -dijo Stephen después de una pausa. – ¿Cuál?
-Uno sobre evolución.
-¡Ah! -Stephen sacó del bolsillo el sobre con el vale para el disco y se lo dio a Miranda. -No es gran cosa -dijo y se acordó de la bolsa llena de regalos. Miranda se apartó a una silla para abrir el sobre. La enana, sin embargo, seguía de pie enfrente suyo, mirándolo fijamente, y tocó con un dedo el dobladillo del vestido de su niña.
-Miranda me habló mucho de usted -dijo con mucha cortesía. Miranda levantó la vista y dejó escapar una risita tonta.
-No, no es cierto -protestó. Charmian continuó.
-Está muy orgullosa de usted.
Miranda se sonrojó. Stephen se preguntó qué edad tendría Charmian.
Se sorprendió diciendo:
-No le di demasiadas razones para enorgullecerse -y señaló con un gesto la habitación para poner en evidencia la naturaleza de su situación doméstica. La muchacha, pequeñísima, lo miró pacientemente a los ojos y, por un momento, él se sintió suspendido al borde de la confesión total. Ya ves, mientras estuvimos casados nunca satisfice a mi mujer. Sus orgasmos me aterrorizaban. Miranda había descubierto su regalo. Con un pequeño grito dejó la silla, acunó entre las manos la cabeza de su padre y, agachándose, lo besó en la oreja.
-Gracias -murmuró calurosa y sonoramente-, gracias. gracias.
Charmian se acercó un par de pasos hasta casi pararse entre las rodillas abiertas de Stephen. Miranda se sentó en el apoyabrazos del sillón. Oscurecía. Él sintió en el cuello el calor del cuerpo de Miranda, que se dejó resbalar un poco y apoyó la cabeza en su hombro. Charmian se movió. Miranda dijo, «Me alegro de que hayas venido» y encogió las rodillas para hacerse más pequeña. Stephen escuchó, desde lejos, cómo su mujer se movía de una habitación a otra. Levantó un brazo alrededor del hombro de su hija, evitando cuidadosamente tocar sus pechos, y la abrazó contra sí.
-¿Vas a venir a quedarte conmigo cuando empiecen las vacaciones?
-Charmian también -dijo, infantil, aunque con un tono entre la pregunta y la condición.
-Charmian también -Stephen estuvo de acuerdo. -Si quiere. Charmian dejó caer la mirada y dijo tímidamente:
-Gracias.

Durante la semana siguiente Stephen hizo preparativos. Barrió el piso de su única habitación libre, limpió las ventanas y colgó cortinas nuevas. Alquiló una televisión. Por la mañana trabajaba con su habitual entumecimiento y anotaba sus logros en el libro. Finalmente se dispuso a ver qué recordaba del sueño. Los detalles parecían acumularse satisfactoriamente. Su esposa estaba en el café. Era para ella que él estaba comprando café. Una muchacha joven tomó una taza y la acercó a la máquina. Pero ahora él era la máquina, ahora él llenaba la taza. Esta secuencia, puesta prolija, crípticamente en su diario, lo preocupó menos ahora. Tenía, según le parecía, un cierto potencial literario. Necesitaba tomar carne, y como no podía recordar nada más tendría que inventar el resto. Pensó en Charmian, en qué pequeña era, y examinó cuidadosamente las sillas ordenadas alrededor de la mesa del comedor. Era lo suficientemente pequeña como para usar una silla alta de bebé. Eligió cuidadosamente dos almohadones en una tienda. Desconfió y resistió el impulso de comprarles regalos a Miranda y Charmian. Pero seguía queriendo hacer cosas para ellas. ¿Qué podía hacer? Limpió la suciedad acumulada debajo de la pileta de la cocina, sacó moscas y arañas muertas de las lámparas del techo, hirvió repasadores malolientes; compró un cepillo para el baño y fregó la suciedad adherida al inodoro. Cosas que no notarían nunca. ¿Se había convertido en un viejo idiota? Habló por teléfono con su esposa.

-Nunca antes nombraste a Charmian.
-No -estuvo de acuerdo. -Es algo bastante reciente.
-Bueno -dijo encogiéndose de hombros-, ¿qué te parece?
-Me parece bien – dijo ella, muy relajada. -Son buenas amigas.

Lo estaba probando, pensó Stephen. Ella lo odiaba por su cobardía, por su pasividad y por todas las horas perdidas entre las sábanas. Le llevó muchos años de matrimonio poder decirlo. El experimentalismo que le sobraba en su literatura y le faltaba tanto en la vida. Lo odiaba. Y ahora ella tenía un amante, un amante vigoroso. Y todavía él se animaba a decir, ¿estará bien, nuestra encantantadora hija con una amiga que por derecho propio debería pertenecer a un circo o a un prostíbulo con cortinas de seda y té? ¿No es perverso, nuestra hija, tan rubia, tan perfectamente formada, nuestro dulce capullo?

-Estarán allí el jueves por la tarde -dijo su esposa a modo de despedida.

Cuando Stephen atendió la puerta al principio sólo vio a Charmian, y después vislumbró a Miranda fuera del estrecho círculo de luz del pasillo, luchando con el equipaje. Charmian estaba de pie con las manos en las caderas y su cabeza, pesada, ligeramente inclinada hacia un lado. Sin saludar dijo:

-Tuvimos que tomar un taxi, que está abajo esperando.

Stephen besó a su hija, la ayudó a entrar con las valijas y bajó a pagarle al taxi. Cuando volvió, un poco agitado por los dos pisos de escaleras, la puerta del departamento estaba cerrada. Golpeó y tuvo que esperar. Charmian abrió la puerta y se paró bloqueándole el paso.

-No puedes entrar -dijo solemnemente. -Tendrás que volver más tarde -e hizo como si fuera a cerrar la puerta. Riéndose como lo hacía siempre, nasal y poco convincente, Stephen la embistió, la agarró de los brazos y la subió en el aire. Al mismo tiempo entró en el departamento y cerró la puerta con el pie. Había querido levantarla alto como a un niño, pero era pesada, pesada como un adulto. Sus pies sólo se despegaron unos centímentros del suelo, eso fue todo lo que pudo lograr. Ella le golpeó las manos con el puño y gritó.
-Baja.
El golpe de la puerta le cortó la última sílaba. Stephen la soltó instantáneamente.
-Bájame -dijo suavemente. Estaban parados en el pasillo luminoso, los dos un poco agitados. Por primera vez vio la cara de Charmian claramente. La cabeza era pesada y en forma de bala, el labio inferior permanentemente enrollado hacia afuera y tenía un incipiente doble mentón. Tenía la nariz aplastada y, sobre la boca, la vellosa sombra gris de un bigote. El cuello era ancho y masculino. Los ojos eran grandes y serenos, separados, marrones como los de un perro. No era fea, no con esos ojos. Miranda estaba en la otra punta del pasillo. Llevaba jeans prelavados y una remera amarilla. En el pelo, tenía trenzas atadas en la punta con un retazo de tela de jean. Se acercó y se paró al lado de su amiga.
-A Charmian no le gusta que la anden levantando por el aire -explicó. Stephen las empujó suavemente hacia el living.
-Lo siento -le dijo a Charmian y por un momento le puso una mano sobre el hombro. -No lo sabía.
-Sólo estaba bromeando cuando atendí la puerta -dijo ella, serena.
-Sí, claro -Stephen se apresuró a decir. -No pensé ninguna otra cosa.

Durante la cena, que Stephen había comprado ya hecha en un resturante italiano vecino, las muchachas le hablaron de la escuela. Las dejó tomar un poco de vino y ellas se reían mucho y se sostenían cuando, medio mareadas, se tambaleaban. Se incitaban mutuamente a contar una historia sobre el director que les levantaba las polleras a las alumnas. Él recordó algunas anécdotas suyas de sus tiempos de estudiante, o quizás eran del tiempo de estudiante de otros, pero de todas formas las contó y se rieron con ganas. Se entusiasmaron mucho. Pidieron más vino. Les dijo que un vaso era suficiente. Charmian y Miranda dijeron que querían lavar los platos. Stephen se tiró en un sillón con un brandy, acunado por el difuso murmullo de sus voces y el familiar desorden de los platos. Éste era el lugar en donde vivía, ésta era su casa. Miranda le trajo café. Lo apoyó sobre la mesa con el falso respeto de los mozos.

-¿Café, señor? -le dijo.

Stephen le hizo un lugar en el sillón y ella se sentó al lado suyo, muy cerca. Miranda oscilaba entre mujer y niña con extrema facilidad. Subió las piernas como antes y se apretujó contra su padre, grande y peludo. Se había deshecho las trenzas y el pelo se le desparramó sobre el pecho de Stephen, dorado bajo la luz eléctrica.

-¿Conseguiste novio en la escuela? -le preguntó. i

Negó con la cabeza, que dejó apoyada en el hombro de su padre.

-¡Ningún novio, eh! -insistió Stephen. De pronto se sentó derecha y se sacó el pelo de la cara.

-Hay montones de chicos -dijo enojada- montones, pero son tan estúpidos, son tan engreídos.

Nunca antes le había parecido tan asombrosa la similitud física entre su esposa y su hija. Ella lo miró. Lo incluyó entre los compañeros de escuela.

-Siempre están haciendo cosas.
-¿Qué tipo de cosas?
Ella, impaciente, sacudió la cabeza.
-No sé, la forma en que se peinan y flexionan las rodillas.
-¿Flexionan las rodillas?
-Sí, cuando creen que los estamos mirando. Se paran enfrente de nuestra ventana y se hacen los que se peinan, cuando lo que están haciendo es mirándonos a nosotras, presumiendo. Así.

Se levantó como un resorte y se puso en cuclillas en el medio de la habitación frente a un espejo imaginario, se inclinó como un cantante frente al micrófono, con la cabeza grotescamente echada a un lado, mientras se peinaba lenta y sofisticadamente; fue un poco para atrás, se miró de reojo en el espejo, primero un lado, después el otro, y volvió a peinarse. Era una imitación furiosa. Charmian también la estaba mirando desde la puerta con un café en cada mano.

-¿Y tú, Charmian? -dijo Stephen, desinteresado- ¿tienes novio?
Charmian apoyó los cafés y dijo:
-Por supuesto que no -y después levantó la vista y sonrió mirando a los otros dos con la tolerancia de una mujer vieja y sabia. Después les mostró su habitación.
-Sólo hay una cama -les dijo. -Me pareció que no les iba a molestar compartirla.

Era una cama enorme, dos metros veinte por dos metros veinte, una de las pocas cosas grandes que había traido de su matrimonio. Las sábanas eran de un rojo oscuro y muy viejas, de un tiempo en que todas las sábanas eran blancas. No le importaba dormir entre ellas ahora, habían sido un regalo de casamiento. Charmian se acostó en la cama. No ocupaba más espacio que una almohada. Stephen dijo hasta mañana. Miranda lo siguió hasta el pasillo, se paró en puntas de pie para darle un beso en la mejilla.

-Tú no eres engreído -le susurró y se le colgó del cuello. Stephen estaba quieto. -Me gustaría que vinieras a casa -le dijo ella. Lo besó en la cabeza.
-Esta es casa -le dijo él. -Ahora tienes dos casas. Se la descolgó y la condujo hacia la habitación. Le dio un apretón en la mano. -Hasta mañana -murmuró, la dejó allí y se fue rápido a su estudio. Se sentó, horrorizado por la erección, contento. Pasaron diez minutos. Pensó que debería estar preocupado, analítico, ésta era una cuestión seria. Pero tenía ganas de cantar, de tocar el piano, de irse a caminar. No hizo nada de eso. Se sentó en silencio, mirando hacia adelante, pensando en nada en particular, y esperó a que se disipara el escalofrío de excitación.

Cuando desapareció la erección se fue a la cama. Durmió mal. La idea de estar todavía despierto lo atormentó durante muchas horas. Se despertó completamente de sueños fragmentarios a una oscuridad total. En ese momento le pareció que por algún tiempo había estado escuchando un sonido. No podía acordarse de cuál era el sonido, pero sí de que no le había gustado. Ahora había silencio, la oscuridad le murmuraba en los oidos. Quiso orinar, y por un momento le dio miedo dejar la cama. Lo asaltó, como otras veces, la certeza de su propia muerte, pero la de morir ahora, a las 3.15 de la madrugada, tendido y sereno con las sábanas hasta el cuello y queriendo orinar como cualquier animal mortal. Encendió la luz y fue al baño. Su pene se veía pequeño entre las manos, amarronado y arrugado por el frío, o quizás el miedo. Le dio lástima. Mientras orinaba, el chorro se separó en dos. Empujó un poco la piel hacia sí y los dos chorros convergieron. Se dio lástima. Salió al pasillo y, mientras cerraba la puerta del baño, volvió a escuchar aquel sonido, el que había escuchado cuando dormía. Un sonido tan olvidado, tan completamente familiar que sólo ahora, mientras avanzaba por el pasillo con mucho cuidado, supo que era el telón de fondo de otros sonidos, el marco de toda ansiedad. El sonido de su esposa en, o cerca del, orgasmo. Se detuvo unos cuantos metros antes del cuarto de las muchachas. Era un gemido sordo en medio de una tos chillona y perruna; subió de tono imperceptiblemente, después descendió al final, cayó pero no demasiado, todavía más alto que como había empezado. No se atrevió a acercarse más a la puerta. Se esforzó por escuchar. Llegó el final y escuchó el breve crujido de la cama y pasos en la habitación. Vio que la manija de la puerta se movía. Como un soñador, no hizo preguntas, olvidó su desnudez, no tenía expectativas.

A Miranda la luz la hirió en los ojos. Su pelo amarillo estaba suelto. El camisón de algodón blanco le llegaba a los tobillos y los pliegues escondían las curvas del cuerpo. Podía tener cualquier edad. Se rodeó el cuerpo con sus propios brazos. Su padre estaba parado enfrente suyo, muy quieto, muy macizo, con un pie delante del otro como en mitad de un semi-paso congelado, con sus brazos flaccidos, sus pelos negros y desnudos, su personalidad arrugada, amarronada y desnuda. Podía ser una niña o una mujer, podía tener cualquier edad. Ella dio un pasito adelante.

-Papi -gimió- no me puedo dormir.

Lo tomó de la mano y él la llevo a la habitación. Charmian estaba acostada, enroscada en una punta de la cama, de espaldas a ellos. ¿Estaba despierta, era inocente? Stephen levantó la colcha y Miranda se metió entre las sábanas. Él la acomodó y se sentó al borde de la cama. Ella se arregló el pelo.

-A veces me da miedo cuando me despierto a media noche -le dijo.
-A mí también -dijo él y se inclinó y la besó ligeramente en los labios.
-Pero no hay de qué asustarse, ¿no?
– No -dijo él. -No hay nada de qué asustarse. Ella se hundió más en la oscuridad de las sábanas rojo oscuro y lo miró.
-De todas formas cuéntame algo, cuéntame algo para que me duerma.
El miró a Charmian.
-Mañana puedes fijarte en el armario del pasillo. Hay una bolsa llena de regalos.
-¿Para Charmian también?
-Sí -observó la cara de Miranda a la luz del pasillo. Empezaba a tener frío. -Los compré para tu cumpleaños -agregó. Pero ella se había dormido y casi sonreía, y en la palidez del cuello creyó ver desde una mañana luminosa de su infancia un campo de deslumbrante nieve blanca que él, un niño de ocho años, no se había animado a manchar con sus pasos.