Siendo niño, acompañaba frecuentemente a mi padre en sus viajes, cuando éste iba a predicar en las iglesias rurales de los alrededores de Estocolmo. Para mí, estos viajes, realizados en bicicleta a través de un paisaje primaveral, se convertían en algo así como una fiesta. Mi padre me enseñaba los nombres de las flores, de las plantas, de los pájaros y de todo lo que se ofrecía a mi vista. La jornada transcurría en medio de una gran paz natural, sin que el mundo exterior nos molestara lo más mínimo. En aquellos días, me sentía muy unido a mi padre.
No debe parecer extraño que un niño como yo estimara que la predicación era una cosa para personas mayores. Mi padre decía su sermón en el pulpito. Y los fieles oraban, cantaban o escuchaban. Mientras tanto, yo concentraba mi atención en el mundo particular que, por aquel entonces, era una iglesia para mí: un universo hecho de cúpulas, muros gruesos, clima de eternidad y la luz solar que penetra hasta allí a través de las vidrieras de colores, temblando, sobre la extraña vegetación formada por las pinturas medievales y las numerosas figuras esculpidas que adornaban el techo y los muros.
Todo lo que mi fantasía podía desear estaba allí: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, niños. Había también inquietantes animales: la serpiente del Paraíso, el asno de Balaam, la ballena de Jonás, el águila del Apocalipsis. Y aquel extraño mundo se me aparecía enmarcado en un paisaje celeste, terrestre o subterráneo, pero siempre de una belleza insólita aunque ya conocida.
Por ejemplo, en un bosque estaba sentada la Muerte jugando al ajedrez con el Caballero. Una criatura desnuda, con los ojos desorbitados, trepaba a un árbol mientras la Muerte se disponía a cortarlo. Sobre las colinas de suave pendiente, aquella misma figura de la Muerte conducía la danza final hacia el país de las tinieblas. Pero, sobre la otra bóveda, la Virgen María andaba por una rosaleda llevando de la mano a su Hijo, Sus dedos eran los de una aldeana y su rostro parecía grave, viéndose también a unos pájaros que revoloteaban a su alrededor.
Los pintores del medioevo habían expresado todo este mundo con una gran sensibilidad, habilidad artística y alegre humor. Todo lo cual impresionó mi espíritu. Este mundo me resultaba tan real como el mundo cotidiano que vivía con mi padre, mi madre, mis hermanos. Me di cuenta de ello en seguida.
No obstante, yo me debatía contra el drama sombrío que presentía y que se desarrollaba en el cuadro de la Crucifixión situado en el coro; mi espíritu se sobrecogía ante aquella extrema crueldad y aquel terrible sufrimiento. Ya que, hasta bastante tiempo después, la fe y la duda no fueron mis habituales y fieles compañeras.
Me ha parecido lógico y útil describir aquí mis recuerdos de infancia porque fueron ellos los que me decidieron e hicieron sentirme obligado a expresar este dilema en lenguaje cinematográfico. Mi intención ha sido pintar como aquellos pintores medievales, con el mismo empeño objetivo, con la misma sensibilidad y con el mismo buen humor.
Se observará que mis personajes lloran, gritan, sienten miedo, hablan, juegan, sufren, preguntan y contestan, discuten. Su terror es la peste, el Juicio Final, la estrella cuyo nombre es Absinthe (amargura). El terror de los hombres de nuestros días es de otro género, pero las palabras siguen siendo las mismas. Nuestro problema subsiste.
Así, pues, concebí la idea de realizar EL SÉPTIMO SELLO al contemplar los motivos representados en las pinturas de las mencionadas iglesias medievales: juglares errantes, la peste, los flagelantes, la Muerte que juega al ajedrez, los verdugos de las brujas y las Cruzadas. Este film no pretende dar una imagen realista de la vida en Suecia durante la Edad Media. Es simplemente un ensayo de poesía moderna que traduce las vivencias de un hombre moderno, y que ha sido llevado a cabo libremente con dichos elementos medievales. En mi película, el Caballero regresa de la Cruzada al igual que en nuestros días vuelve un soldado de la guerra. En la Edad Media, los hombres vivían aterrorizados por la peste y, en la actualidad, por la bomba atómica.
EL SÉPTIMO SELLO es una alegoría de tema sencillísimo: el hombre, su búsqueda eterna de Dios, y la Muerte como su única respuesta.