Para mí, la expresión no reside en la pasión que está a punto de estallar en un rostro o que se afirmará con un movimiento violento. Se encuentra, por el contrario, en la distribución del cuadro; el lugar que ocupan los cuerpos, los vacíos a su alrededor, las proporciones, todo juega un papel concreto. La composición no es más que el arte de disponer de manera decorativa los diversos elementos con los que un pintor cuenta para expresar sus sentimientos.
En un cuadro, cada elemento deberá estar a la vista y representar el papel que le corresponde, ya sea principal o secundario. Aquello que no tenga una utilidad concreta dentro del cuadro es, por esta misma razón, molesto. Toda obra comporta una armonía de conjunto y cualquier detalle superfluo podría ocupar en el espíritu del espectador el lugar de otro detalle esencial.
Si, por ejemplo, he de pintar un cuerpo de mujer, primero le daré la gracia y el encanto característicos, pero se trata de infundirle algo más, de concentrar el significado de ese cuerpo buscando sus líneas esenciales. El encanto será entonces menos aparente a primera vista, pero irá surgiendo a lo largo de la nueva imagen que habré obtenido, y adquirirá un significado más completo, más plenamente humano. Al haber desaparecido todo lo característico de un cuerpo femenino, el encanto ya no será tan notable, pero a pesar de ello existirá contenido en la concepción general de mi figura
El color debe tender ante todo a servir lo mejor posible a la expresión. Siempre dispongo todos mis tonos sin favoritismos. Si al principio, posiblemente sin ser consciente de ello, un determinado tono me seduce u obsesiona más que otro, cuando he concluido definitivamente el cuadro me doy cuenta de que he respetado ese tono mientras modificaba y transformaba progresivamente todos los demás. La cualidad expresiva de los colores se me impone de manera de manera puramente intuitiva. Para pintar un paisaje otoñal no intentaré recordar cuáles son los tonos que corresponden a esa estación, sino que me inspiraré, únicamente en la sensación que el otoño me procura: la pureza glacial del cielo, de un azul acre, expresará esta estación del año tan bien como los matices del follaje. Mi misma sensación puede variar: el otoño puede ser dulce y cálido como una prolongación del verano o, por el contrario, fresco con un cielo helado y árboles amarillo-limón que dan precisamente impresión de frío y anuncian el invierno.
La elección de mis colores no descansa en teorías científicas; se basa en la observación, en el sentimiento, en la experiencia de mi sensualidad. Inspirándose en ciertas páginas de Delacroix, un artista como Signac se interesa por los tonos complementarios cuyo conocimiento teórico lo induce a emplear aquí tal tono y más allá otro. Yo, en cambio, trato simplemente de emplear los colores capaces de expresar mis impresiones. Existe una proporción necesaria entre los tonos que me induce constantemente a modificar la forma de una figura, a transformar mi composición y a proseguir indefinidamente mi trabajo, hasta que la he obtenido en todas mlas partes de mi cuadro. A partir de entonces, ya me sería imposible realizar el más mínimo retoque en el cuadro sin rehacerlo totalmente.
En realidad, estoy convencido de que la teoría misma de los complementarios no es absoluta. Estudiando las obras de los pintores cuyo conocimiento de los colores se basa en el instinto y el sentimiento, en una permanente analogía de sus impresiones, podrían precisarse algunos aspectos de las leyes del color y extender los límites de la teoría cromática tal como se acepta actualmente.
Lo que más me interesa no es la naturaleza muerta ni el paisaje: es la figura humana. Solo ella me permite expresar bien el sentimiento religioso, por así llamarlo, que tengo de la vida.
No existen reglas establecidas y aun menos recetas prácticas, porque en tal caso lo que se estaría haciendo sería arte industrial. Pero es que además no podría ser de otra manera, ya que cuando el artista ha producido algo importante, involuntariamente se ha sobrepasado a sí mismo y ya no logra comprenderse. Lo que importa no es tanto preguntarse adónde se quiere llegar, como intentar vivir estrechamente unido a la materia e impregnarse de todas sus posibilidades. La aportación personal del artista se valora según sepa recrear su tema, y especialmente según la calidad de sus relaciones.
Se tiende demasiado a menudo a olvidar que los antiguos trabajaban exclusivamente a base de relaciones. Aquí reside la cuestión principal. Si las relaciones son expresivas, toda la superficie estará bien modulada y animada, aumentará la luminosidad y el color alcanzará su más alto grado de pureza y esplendor.
En el dibujo, aun en el constituido por un solo trazo, pueden darse infinidad de matices a cada una de las partes de que está formado. La proporción juega un papel primordial.
No es posible separar dibujo y color. Puesto que éste último nunca se aplica al azar, la escisión se producirá en el momento en que se establezcan límites, y sobre todo proporciones. Y es aquí, precisamente, donde interviene el talento creativo y la personalidad del pintor.
Pero también el dibujo importa mucho. Es la expresión del dominio sobre los objetos. Cuando se conoce a fondo un objeto, se puede describir su contorno solo con un trazo exterior que bastará para definirlo enteramente. Ingres decía que un dibujo es como un cesto del que no es posible quitar una tira de mimbre sin hacer un agujero.
Todo, incluso el color, no puede ser más que el producto de un acto de creación. En primer lugar, antes de dibujar el objeto exploro mis sentimientos. Después de trata de recrearlo todo, tanto el objeto como su color.
Cuando los medios de expresión que utiliza el pintor son asimilados por la moda, por los grandes almacenes, pierden enseguida su significado. Ya no ejercen ningún poder sobre el espíritu. Su influjo no hace sino modificar la apariencia de las cosas; se cambia únicamente de matices.
El color contribuye a expresar la luz, no su fenómeno físico, sino la única luz que existe de hecho, la de la mente del artista.
Los colores pueden multiplicarse ya sea por las degradaciones resultantes de la mezcla con blanco, ya sea añadiéndoles negro. ¡Qué diferencia entre un negro coloreado de azul Prusia y un negro coloreado de azul ultramar! El negro con el ultramar desprende la cálida atmósfera de las noches tropicales, mientras que con el azul Prusia hace sentir las fuerzas de los glaciares.
El contraste me permite dar a la luz todo su valor vital, convertirla en el elemento esencial, aquel que colorea, da calor y anima al conjunto, en el cual es
Lo propio del artista es crear. Crear es expresar lo que uno lleva dentro de sí mismo, hasta el momento en que lo posee totalmente y lo puede proyectar sobre la tela como su propia creación.