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Ed. Rodolfo Alonso, año 1969l. Tamaño 18 x 13 cm. Traducción de Hugo A. Brown. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 106

Por Miguel Russo

Al nacer, Jack London no se llamaba ni Jack ni London. El 12 de enero de 1876, en un departamento pobre en la esquina de la 3ª y Brannan Street, en San Francisco, California, a cuatro cuadras del Pacífico, Flora Wellman, profesora de piano y espiritista de 33 años, parió a su primer hijo. Lo llamó John Griffith. A la hora de darle apellido, pensó en ese hombre que la había abandonado, dejándola en la más absoluta pobreza ni bien le dijo que le parecía que estaba embarazada. Y no dudó: Chaney, el apellido de su ex marido, William Chaney, pope de la astrología que, además de no tener un consumado vuelo predictivo de su progenie y de demostrar un patético sentido de las obligaciones maritales, sabía mentir como pocos: muchos años después, cuando su hijo le escribió una carta para preguntarle los motivos del desconocimiento de su paternidad, William le contestó que, primero, nunca había contraído matrimonio con ninguna Flora Wellman y, segundo, haciendo gala de una extraña certeza astrológica pero hacia atrás, que durante la década del ‘70 había sido impotente.

Lo cierto es que ocho meses después del parto, y sin que se sepan los verdaderos motivos de la unión, Flora se casó el 7 de septiembre de 1876 con el cincuentón viudo y padre de dos hijas (Ida y Eliza) John London. Veterano de la Guerra de Secesión, el nuevo marido venía devastado por las enfermedades, entre ellas, repetidos episodios de neumonía que lo dejaron con un sólo pulmón funcionando. Así, el veterano soldado pasó de una tienda en Oakland a una granjita en Alameda, de un rancho en San Mateo a otro en Livermore, de una pensión a decenas de extraños trabajos. Todo fruto de su afición al juego, de donde provenía el dinero y por donde se iba. Flora colaboraba en la economía hogareña dando clases de piano, lo que posibilitaba que vivieran al día. En la curva final del siglo XIX, era una posibilidad imperdible para ella y su hijo.

John Griffith Chaney pasó entonces a llamarse John Griffith London, convencido de que su padre natural era John London y que Ida y Eliza eran sus hermanas. De John, pasó a ser Johnny, y de Johnny a Jack hubo un sólo paso. Fuera del horario de escuela (allí donde fueran), y fuera de las enseñanzas de Virginia Prentiss (una antigua esclava del veterano London que seguía a la familia en su periplo y se convirtió en institutriz y casi en una suerte de segunda madre), Jack aprendió con su padre a navegar en el estuario de Oakland, a pescar bacalao, a dispararle a los patos y conoció (en los bares locales donde ambos John se detenían), qué era eso de la vida y las aventuras en el mar. Jack estaba fascinado con las historias que, día a día, le contaba ese hombre de un solo pulmón.

Jack terminó su escuela primaria en Oakland, en 1889, a los trece años. Desde los diez frecuentaba la biblioteca pública donde la encargada, la poeta Ina Coolbrith, trataba de hacerle olvidar a la insólita Ouida de Signa poniendo a su alcance libro tras libro (relatos de viajes y aventuras, sagas nórdicas) y autor tras autor: Poe, Harte, Hawthorne, Emerson, Thoreau, Melville, Twain. Jack comprendió que por ahí andaba la cosa. Quería escribir, pero antes tenía que colaborar con la economía hogareña.

Por eso empezó a trabajar en una enlatadora de frutas y verduras. Las largas y rutinarias horas de trabajo por una mísera paga le iban carcomiendo sus ideales: leer, viajar, escribir. Aguantó todo lo que pudo: en 1891, con tan solo 15 años, le pidió plata a su institutriz Virginia Prentiss y se compró un pequeño barquito (el Razzle-Dazzle) con el cual anduvo robando ostras por la bahía de San Francisco. Pero el sueño se le cortó abruptamente cuando un grupo de amigos de lo ajeno le desmanteló su embarcación. En la ruina, y desmoralizado, se anotó en la Patrulla Pesquera. Pero ni así logró olvidar sus sueños. El golpe final se lo propinarían las primeras señales de la devastadora contracción económica que sufrieron los Estados Unidos en 1893.

Con 17 años, se embarcó como grumete en la goleta pesquera Sophia Sutherland rumbo a las costas de Japón. Luego de siete meses de cazar focas y garrapatear sus primeros relatos, volvió a unos Estados Unidos fuertemente golpeados por la ola de disturbios laborales. El hambre lo empezó a arrinconar. Primero, envió su relato “Typhoon off te coast of Japan” al periódico Morning Call. Después, salió enloquecido a buscar trabajo. Consiguió uno de mala muerte en un molino de yute, donde la única alegría fue enterarse que había obtenido el primer premio con su relato. La cosa, indudablemente, iba por ahí para Jack. Pero el despido del molino prendió una luz de alerta. Entonces, pasó a otro empleo de mala muerte: paleador de carbón en una central eléctrica del ferrocarril. Y otro despido, y otra luz roja.

En 1894 se unió al movimiento Kelly’s Industrial Army, una masa de desocupados que dirigidos por Charles Kelly llevó su protesta desde California hasta Washington. Sin recursos, hambreados, viajaron de polizones en vagones de carga, lo que despertó en Jack otra faceta: vagabundear. No lo entendió así la Policía del estado de Nueva York, que lo detuvo durante treinta días en la cárcel de Erie County en Buffalo. “Se requeriría de una caída en picada considerable para alcanzar lo más bajo de esa cárcel”, escribió Jack tiempo después en su libro de memorias The road.

En 1896, cansado de andar por ahí escapando de la Policía y malviviendo como marinero, decidió regresar a Oakland y continuar sus estudios.

En la Oakland High School, donde preparaba su ingreso a la universidad, escribió varios relatos para la revista The Aegis. Los estudiantes de allí, pertenecientes a clases sociales más acomodadas que la de Jack, lo interiorizaron en otras lecturas: Spencer, Nietzsche y, fundamentalmente, Marx.

Fue tan apabullante su lectura, a la que unió su corta pero dura experiencia como trabajador explotado, que adhirió al Partido Socialista Laboral en abril de 1896.

Pero, a pesar de su intensidad en el estudio, Jack no pudo ingresar a la universidad. Los permanentes problemas financieros lo obligaron a buscar nuevo rumbos. Y ese nuevo rumbo tenía que ver con la locura desatada luego de las noticias que, desde Alaska y Canadá, daban cuenta de los permanentes hallazgos de oro en la región del río Klondike y sus afluentes.

El 25 de julio de 1897, Jack London y el esposo de su hermana Eliza, el capitán James Shepard, pusieron proa a la fiebre del oro de Klondike. En el trayecto se les unirían otros aventureros.

Fueron trece meses de trabajo duro, de condiciones más duras aún, de recorridos de un pueblito a otro (río arriba, río abajo y vuelta río arriba y abajo) y de escasa suerte en la obtención de oro. A las hambrunas y el frío despiadado, Jack oponía lo mejor de sí. Y lo mejor de sí fue entablar relación con los indios de la zona, con otros mineros tan desesperados y muertos de frío y hambre como él y de hacer entrar en su cabeza cada milímetro de paisaje. A principios de octubre, Jack y su grupo (diezmado por la partida de un desalentado Shepard) encontraron su pequeñísima porción de oro en el paraje Split-Up Island, cercano al arroyo Henderson Creek. Tenían que llegar a Dawson, 130 kilómetros más allá entre la nieve, para reclamar la posesión de la tierra. Y hacia allá se dirigió Jack. Llegó el 18 de octubre y se quedó en el pueblo 46 días, tiempo que aprovechó para tomar todo el alcohol que pudo y grabar en su memoria cada una de las historias que contaban las decenas de aventureros borrachos en los bares de Dawson.

Jack, mal alimentado al extremo y peor abrigado, contrajo escorbuto. Las encías se le hincharon, perdió cuatro dientes frontales, la cara se le cubrió de llagas y la cadera y las piernas eran un amasijo de dolor. Del bar iba directo, acompañado de otros tantos desahuciados, al refugio de William Judge, un cura que brindaba a cambio de nada algo de abrigo, comida y pocos pero indispensables medicamentos. El 7 de diciembre, escritura en mano, volvió a “su” yacimiento en Split-Up Island, pero el invierno también había llegado y las posibilidades de extraer oro se fueron diluyendo. Las crisis de escorbuto recrudecieron y lo único que podía hacer London lo hizo: observar los imperceptibles cambios de clima de frío a más frío, comprender (mirando tanto a los animales como a los hombres que deambulaban por esas brutales condiciones de vida) la teoría de Darwin y rumiar en silencio sus próximas historias.

Desesperado, él y su grupo desarmaron la cabaña y construyeron una barcaza que los llevara de regreso a Dawson. De allí, ya en un barco que garantizara el viaje, partieron a San Francisco, donde Jack llegó a principios de agosto de 1898, tan pobre como había partido pero con centenares de historias para ser contadas y la idea intacta de ganarse la vida escribiendo.

Nuevamente en Oakland, London se puso a escribir. La revista The Overland Monthly fue la primera que le publicó una narración: “To the Man on Trail”. Pero el pago fue tardío y escaso: 5 dólares. Cuando ya estaba por tirar la toalla, aparecieron los editores de The Black Cat, que le pagaron 40 dólares por el relato “A Thousand Deaths”.

A fines de 1898 se puso a estudiar las nuevas tecnologías que permitieran abaratar el costo de producción de las revistas. Y les pasó sus resultados a los editores. La estrategia era simple: bajar el precio de las revistas, popularizarlas hasta hacerlas llegar a un público más amplio y escribir para ellas sus cortas historias de aventuras. El resultado fue el esperado. Sus relatos duplicaron el pago durante 1899 y en 1900 ganó una cifra cercana a los 2.500 dólares (un platal por entonces). Poco importaba que algunos críticos dijeran que escribía mal: él -como afirma Jorge Fondebrider en el estudio preliminar del recientemente publicado en castellano Once cuentos de Klondike- potenciaba el qué al cómo, y su estilo “enfático y desprolijo” cautivaba lectores. Y poco importaba, también, que le criticaran que en algunos de sus relatos los hombres duros y agobiados por las condiciones demenciales del frío de Alaska y Canadá murieran comidos por sus propios perros que habían maltratado hasta el cansancio para que tiraran de sus trineos. London respondía que “las acciones de los hombres son causa principal del comportamiento feroz de sus animales”, y que ya lo demostraría en su próximo relato. Los lectores deliraban. El éxito andaba por ahí.

El 17 de abril de 1900, se casó con Elizabeth Maddern. Jack y Bess tuvieron dos hijas: Joan y Becky. London las adoraba, y aunque fue amable y gentil con Bess, de amor ni hablar. Y no hubo más remedio: se separaron el 24 de julio de 1903. Jack abandonó la casa y entregó a sus editores del Saturday Evening Post ese anunciado próximo relato que verificaría aquello de “las acciones de los hombres son causa principal del comportamiento feroz de sus animales”.

No fue un relato corto. Es más, fue bastante largo. Tanto que se publicó como novela el año de su separación como La llamada de la selva. Al poco tiempo, Jack se casó con su nueva amante, Charmian London.

A fines de 1889 y principios de 1900, Jack había comenzado a publicar los relatos surgidos de sus correrías por Klondike detrás de la fiebre del oro. El dinero empezó a entrar a raudales a sus bolsillos. Y el escritor tenía un sueño. Un sueño mayúsculo: comprarse un rancho.

Vender significaba para London acercarse cada vez más a su sueño mayúsculo. Y lo consiguió en 1910, cuando juntó los 26 mil dólares con los que compró un rancho de 400 hectáreas en Glen Ellen (California). “De aquí en más escribiré por la posibilidad de añadir cien hectáreas más a mi rancho”, decía. Y su obra posterior a 1910 lo confirmó. Escritos para hacer plata, sus textos decayeron en calidad, aunque la crítica ni se molestó en evaluarlos ante la andanada de ventas.

A pesar de estudiar manuales de agricultura, el ranchero London fracasó. Demasiada vida mundana, demasiadas amantes, demasiado alcohol.

Derrotado por la naturaleza a la que tanto le había peleado; desdentado, llagoso y con mala circulación desde sus episodios de escorbuto; arrastrando una uremia que lo debilitaba día a día, cayó en las garras de la morfina: el bálsamo que lo aliviaba como para seguir escribiendo sus relatos.

Una tarde lo encontraron muerto en su rancho. El médico que expidió su certificado de muerte anotó “uremia”, y firmó. Otro médico sentenció que la causa de muerte había sido una sobredosis accidental de morfina, pero no firmó nada. Y una tercera versión, que circuló con mucho más fuerza que las otras dos, repitió que la sobredosis de morfina había sido deliberada: suicidio. Era el 22 de noviembre de 1916, y que cien años después, Jack London sigue siendo un cúmulo de interrogantes que jamás deja de leerse.

El llamado de la selva narra las aventuras del perro Buck, que vive plácidamente en la finca del juez Millar, en las cálidas tierras de Santa Clara. Es un cruce entre un Terranova y una Colley de pura raza escocesa. Allí pasa sus días como un rey, gozando con plenitud del cariño de sus amos, a quienes acompaña en sus actividades diarias y de ocio. Todo parece un cuento para niños.

Pero London antepone esta situación idílica del animal a todo lo que vendrá inmediatamente después. Al principio del libro Buck es un perro feliz, confiado, amable, cariñoso, no recela de nada ni de nadie porque desde cachorro todo han sido buenas atenciones hacia él. Por eso no desconfía cuando Manuel, ayudante del jardinero, lo lleva a la estación de College Park para venderlo a un desalmado por un puñado de monedas de oro. Buck es trasladado a las frías y salvajes tierras del Norte, donde las prospecciones auríferas y la nueva organización social necesita de perros fuertes y de pelo largo para tirar de los trineos y soportar las gélidas temperaturas.

Este hecho marca un antes y un después en la ley que rige el comportamiento de Buck. Son ahora, como dice el autor, el garrote y el colmillo los elementos que marcan su conducta corregida, por tanto, a golpes y a dentelladas de otros perros.

La extremada exigencia física a la que se ven sometidos los perros y las relaciones con el resto de animales del grupo llenan de crudeza y violencia decenas de páginas de la novela. La lucha por la supervivencia se convierte en el rol esencial que tiene que jugar Buck para salir adelante. Al principio se comporta tímidamente, lo que implica verse avasallado por los otros perros que son muy territoriales y resabidos. Le roban la comida, lo desplazan de cualquier acomodo que encuentre… Pero pronto se va a dar cuenta de que tiene que espabilarse deprisa para ganar su posición en el grupo y hacerse respetar.

Para dar más intensidad a esta dramática aventura, London “humaniza” a los protagonistas cánidos de su obra. Los perros piensan, sienten, son presa de celos y envidias, aman y sufren como cualquier persona.

London pone de manifiesto que en aquellas durísimas condiciones la adaptación al medio marca, tanto para animales como para humanos, quién vive y quién muere. La improvisación y los errores se pagan muy caros en una travesía a través de la nieve y el hielo. Tal es el caso de Hal, Carlos y Mercedes.

Hay un lapso en las aventuras de Buck donde parecen revivirse los felices días de Santa Clara, junto a su nuevo amo y amigo Thornton. Pero Buck ya había experimentado un cambio progresivo. El carácter del animal domesticado durante generaciones y fiel compañero de sus amos había perdido fuerza, y surgió lo que se ha venido llamando el instinto animal más primitivo, dormido en el alma del perro y que lo devuelve a sus orígenes, respondiendo a la llamada del bosque que entona el amigo lobo.