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Ed. Tusquets, año 2016. Tamaño 21 x 14 cm. Prólogo de Mario Vargas Llosa. Ilustraciones de Hans Bellmer. Traducción de Antonio Escohotado. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 160
Por Mario Vargas Llosa
Lima, octubre de 1978
Historia del ojo, novela tan breve y simple en apariencia, consta de complejas y sutiles superposiciones. Es, al mismo tiempo, una historia de niños traviesos y una novela gótica del siglo veinte, un texto surrealista a medio camino de la prosa y
de la poesía y un documento clínico sobre las obsesiones. Es todas estas cosas a la vez y en eso está su mérito. Cualquier intento de desunirlas, para analizarlas por separado, tendría el mismo efecto que autopsiar un cuerpo vivo: matarlo. ¿Pero hay
otra manera de averiguar su realidad profunda, de entender esos escurridizos mecanismos que hacen de esta historia, en nuestros días, algo tan inusitado como lo fue cuando apareció, cincuenta años atrás, en 1928, bajo el seudónimo de Lord Auch, en una edición clandestina de apenas ciento treinta y cuatro ejemplares? No la hay y, por ello, no queda más remedio que intentar la temeraria cirugía, dejando bien en claro, eso sí, que la novela no se compone de miembros separables coma las piezas de un juguete.
Ella es un organismo vivo, en el que la parte solo existe y funciona subordinada a las otras partes y al conjunto y en el que éste trasciende la suma de los elementos que lo forman. Y. por lo tanto, la operación de aislar éstos, artificialmente, además de ser provisional y relativa, solo puede aspirar a mostrar algunas pruebas de su riqueza, no a revelar el secreto total de su existencia.
Para una primera mirada, rápida y superficial, Historia del ojo es un juego de niños irreflexivos, vehementes y caprichosos (como suelen ser los niños). El anónimo narrador nos dice, al principio, que tiene dieciséis años y, poco después, en
el episodio del armario normando, insiste en que ninguno de los ocho jóvenes que asisten a la fiesta ha cumplido aun los diecisiete. ¿No estará exagerando y -a los niños les encanta jugar a ser grandes- aumentándose y aumentando la edad a sus
compañeros? La hipótesis no se puede descartar.
El narrador es un redomado mentiroso -un niño, al fin y al cabo- y a cada paso detectamos, en el curso del relato, que superlativiza lo que cuenta en función de sus deseos. Pero, bueno, admitamos su testimonio. El, Simone y Marcelle, serían adolescentes, en el límite de la niñez. No olvidemos que estamos a principios de siglo, cuando se tardaba en crecer mucho más que ahora, en que una niña hace la primra comunión y el amor al mismo tiempo.
En aquella época, en el ambiente de familias burguesas del relato, eso era sencillamente inconcebible. De todas maneras, estos jóvenes se aferran con furia a la infancia que han dejado atrás y actúan como si estuvieran todavía en esa hermosa etapa de la vida cuyas alternativas son el aburrimiento y el juego y en la que la libertad puede ser ejercida sin las cortapisas incómodas de la responsabilidad. Eso es lo que hacen estos muchachos aniñados. Obedecen sus instintos y su fantasía sin tener en cuenta para nada las prohibiciones y los prejuicios que los adultos han erigido para canalizar y frenar esas fuerzas.
Pero sería injusto decir que son niños inconscientes de la presencia adulta. Los padres existen y, en la primera parte de la historia, están muy cerca, como sombra ominosa que amenaza y condimenta de riesgo los juegos infantiles. Por lo demás, ¿hay un juego más excitante para los niños que desobedecer a los mayores? El narrador y Simone practican la malacrianza con verdadero ardor, y no se debe excluir que buena parte de las barbaridades que hacen no tenga otra razón que la de escandalizar a sus padres y desafiar su autoridad. La madre de Simone es una dama «extremadamente dulce», de vida «ejemplar». Un dechado de virtudes. Ahora bien, si es así, ¿qué otra cosa le queda a la pobre Simone, para diferenciarse -independizarse- de ella que optar por lo contrario y convertirse en un modelo de vicios?
El narrador, a juzgar por el temor que lo lleva a escaparse de su casa y por esa alusión a su «padre anciano, tipo clásico del general chocho y católico», debe pertenecer, también, a una familia virtuosa y reprimida, a la que le encanta asustar, haciéndole creer, por ejemplo, que si denuncian su fuga a la policía se pegará un tiro. No se atreve a más sin duda porque, por viejo y
chocho que esté, el general debe conservar todavía reflejos de autoridad. En cambio, la madre de Simone es un ser débil, sin defensas, y eso significa que en la guerra niños-adultos, padres-hijos, está perdida. El niño, una vez que descubre un flanco
mal resguardado en quien lo vigila, con instinto certero ataca allí hasta que conquista una prerrogativa. Y si la resistencia sigue cediendo, seguirá avanzando, al compás de sus deseos, los que, todos sabemos, crecen a medida que van siendo saciados. Eso es lo que ocurre entre Simone y su madre. La buena señora queda tan afectada la primera vez que sorprende los juegos de su hija y de
su amigo, con huevos, en el cuarto de baño, que no osa decir palabra. Ya está derrotada sin remedio.
Pocos días despues, Simone le orinará encima y el narrador bajará los calzones a su hija en su delante. Más tarde, cuando los padres irrumpen en la fiesta orgiástica alrededor del armario normando -el narrador no puede reprimir una exclamación que delata la aterrada alegría que esto les produce: «¡Espectáculo y felicidad inauditas!»-, veremos a la misma Marcelle, que parecía la más dócil de la banda, «morder a su madre en la cara». Sí, se trata de niños que mantienen tirantes relaciones con esos padres de moral almidonada y costumbres escrupulosas contra los que se rebelan haciendo todo lo que puede enojarlos. Solo así -lo sienten confusamente- romperán el cordón umbilicial que los une a quienes les dieron el ser y alcanzarán su propia soberanía. Por ello viven obsesionados por la voluntad de profanación del mundo adulto.
Hacer cochinadas, como meter las manos en el barro y restregarse con chocolate el vestido recién estrenado, es uno de los placeres de la infancia y ésos son, más o menos, los pasatiempos de Simone y el narrador: mirarse orinar, desnudarse uno al
otro, embarrarse con sus secreciones, y, más tarde, cuando aprenden lo que es eso, masturbarse recíprocamente. Simone es la que alienta una pasión incandescente por «jugar con barro» (no solo en sentido figurado: la vemos revolcarse en el fango, gozosamente, a orillas del aeantilado), y sus extravagancias ¿no nos hacen pensar en un bebé? Su afición a sentarse sobre disímiles materias -la
leche del gato, los testículos del toro- y a quebrar huevos con la boca del sexo más parecen los disfuerzos de una niñita pícara empeñada en destacarsc que las prácticas churriguerescas a través de las cuales encuentra su placer una mujer adulta.
Dos hechos contribuyen a que veamos en esta pareja -Simone y el narrador- y las peripecias que protagonizan, una sociedad de trenzas y panta1ón corto, un mundo de travesuras. El primero tiene que ver con el sexo. Aunque los órganos sexuales se luzcan sin tregua, en cada página, la historia no tiene mucho que ver con el placer de los adultos. El sexo aparece en un estado embrionario,
ahogado todavía -como sucede en los niños- por otras funciones orgánicas y psicológicas que lo relegan a segundo plano. A estos muchachos les divierte más orinar y masturbarse -solos o a cuatro manos- que copular. Se diría que acaban de aprender la manera de impartirse el gozo a sí mismos y, encantados con el nuevo juguete, juegan con él día y noche. +
En los episodios finales la masturbación es menos importante que el coito, pero, ni aun en la orgía blasfema de Sevilla, donde ocurren varias cópulas, tenemos la impresión de actos sexuales celebrados entre adultos. Simone hace el amor con Don Aminado más para profanar una iglesia y hacer pecar a un curita que para gozar. Sus coitos sevillanos son las atrevidas majaderías de una niña sin conciencia cabal de lo que tiene entre las piernas, no los excesos de una ninfómana ni los refinamientos de una libertina. Y en cuanto al narrador, que en esa ocasión también fornica, ello no basta para que modifiquemos la impresión que nos ha dejado todo lo que antecede. Es decir, que lo que a él le gusta es llegar al éxtasis sexual, solo, viendo hacer el amor a los demás.
Al mismo tiempo es un mundo que parodia una parodia: la novela gótica. Todas las novelas de Bataille son deudoras de esa exacerbación (se podría decir perversión) del romanticismo, que, en la Inglaterra de las postrimerías del XVIII y comienzos del XIX, produjo esa abundante colección de novelas de sentimentalismo tumultuoso -llantos, alaridos, gemidos son el recurrente marco sonoro de sus peripecias-, de pasiones frenéticas y tragedias imposibles, y una predilección sadomasoquista por el miedo, lo macabro, lo sobrenatural y por los escenarios espectaculares y pasadistas: castillos, abadías, paisajes indómitos sacudidos por la tormenta. El decorado y la utilería de novelas como El monje, El castillo de Otranto y Los misterios Udolfo tienen un notable parentesco con los de los cuentos infantiles -los de hadas y los de terror-, a tal punto que podría decirse que la novela gótica es una novela de hadas y terrorífica para adultos. Quizá esto explique por qué los lugares y los objetos de Historia del ojo derivan de esa tradición. Pero esto debe ser matizado, precisando que, a diferencia de esos pastiches arcaizantes, ella es una historia que arraiga en la época en que está escrita. Se trata de una aclimatación de la novela
gótica a la Europa de los años veinte.
Historia del ojo es una novela gótica de nuestro tiempo ante todo por su decorado, aunque no solo por él. Este elemento es el que más chillonamente denuncia la consanguinidad. En historia tan sucinta la importahcia del escenario no es muy grande y, sin embargo, uno descubre que casi todas las referencias al ambiente coinciden en mostrar lugares de atmósfera inusitada, tradicional y, sobre todo, pintoresca. El más típicamente gótico de los lugares del relato es, claro está; el fantasmal «castillo rodeado de un parque, aislado sobre un peñón que domina el mar» donde encierran a Marcelle cuando pierde la razón. Se trata, al parecer, de un asilo psiquiátrico -¿hay que recordar que la locura, o, mejor, enloquecer es uno de los tópicos del género?-, pero en la práctica es algo bastante más misterioso pues, fuera de Marcelle, nunca vemos en él a nadie. Ni asomo de otros pacientes, de médicos o de enfermeras, incluso cuando junto con el narrador nos deslizamos por su interior.
El narrador escribe una nota a sus padres, amenazándolos con suicidarse si lo mandan buscar con la policía cuando se fuga. Se trata, nos dice, de una simple bravata, él no tiene la menor intención de hacer semejante cosa. Pero, una vez escrita la amenaza, irrumpe, como generada por las palabras, una necesidad imperiosa y el narrador tiene que robarse el revólver de su padre pues lo ronda la idea de matarse. En varias ocasiones, el narrador insiste en que es «incapaz de comprender nada». No tiene necesidad, pues, a cada instante del relato, comprendemos que en él no hay nada que comprender, ni para sus protagonistas ni para sus lectores. Se trata solo de aceptar o rechazar lo que ocurre. Porque esto no resulta de un encadenamiento de causas que puedan persuadirnos, como las acciones racionales, sino de la presencia súbita, arbitraria y contundente de hechos parecidos a los milagros y las catástrofes divinas, contra los que podemos rebelarnos o a los que nos sometemos, pero que no piden ni necesitan nuestra comprensión.
Este mundo ha reemplazado la causalidad por la casualidad y la lógica por lo arbitrario. Extrañas simetrías florecen en él, como esa feliz conjugación entre dos seres, Simone y el narrador, que parecen dos manifestaciones de una misma sustancia, o como la recurrencia de ciertos actos y la coincidencia de detalles aun insignificantes. Así, esa noche en que Simone y Marcelle, la una en el parque y la otra en el balcón del castillo, se masturban al unísono, a la luz de la luna, se vislumbra algo que el narrador, sibilinamente, se limita a llamar «cosa curiosa» (hubiera podido decir mágica): ambas muchachas están uniformadas, la una con
medias y cinturón blanco, la otra con cinturón y medias negras. ¿Mero accidente o acción de fuerzas sobrenaturales que ordenan esas similitudes de unas vidas que serían ritos? Lo cierto es que en esa realidad distinta todo es posible y por eso no debe sorprendernos que esos furiosos onanistas que son los personajes sean capaces de anegar literalmente el mundo que transitan con prodigiosas cantidades de esperma y que, además, ejecuten esa operación fisiológicamente inexplicable, de eyacular y orinar al mismo tiempo.
Contrariamente a lo que Bataille pudo pensar al escribir esta confesión heroica sobre sus demonios, no son éstos los que, con el paso del tiempo, conservarían en su libro el perfil de historia maldita, sino, más bien, la prueba que él suministra, con acento sombrío, una vez más en la historia de la literatura, de ese estigma de la condición humana, a la que ha sido dada la facultad de ir siempre, gracias a la imaginación, más allá de todas las fronteras que puede alcanzar la materia carnal que genera esos sueños. En eso están la grandeza y la miseria del hombre. A nadie le ha sido concedido idear una felicidad más varia ni intensa, porque sólo él puede atizar, renovar y complicar al infinito el fuego del deseo, con el combustible de la fantasía. Pero, justamente, esa facultad dilata su frustración, pues lo propio de ella es alejarse siempre de lo que la vida real puede saciar, aun en el paso de los más terrestres y resignados. Ese abismo, a lo más, puede intentarse llenar con subterfugios tramposos como la escritura. Es lo que trata de hacer Historia del ojo y es lo «patológico» del libro.
Lo dije al principio y ahora conviene repetirlo, para que no quepa la menor duda: juego de niños, pastiche gótico, texto automático, documento psicológico sobre la obsesión, Historia del ojo es todas esas cosas al mismo tiempo y ninguna de ellas por separado. Todas se constituyen, corrigen, complementan y a veces irritan una a la otra y eso puede gustarnos o aburrirnos, a algunos ofenderlos. Pero ese texto que inició tan aviesamente su existencia, hace medio siglo, con un nombre falso
de autor y un pie de imprenta también probablemente inventado, tan plagado en sus pocas páginas de otras trampas y supercherías, y que, sin embargo, ha ido abriéndose camino poco a poco hacia un público cada vez mayor, no es algo que podamos leer con condiciones ni haciendo las trampas que él nos hace. Debemos aceptarlo o rechazarlo como lo que es, un difícil y desgarrado texto de vocación
intensamente subversiva, que se alimenta de la mitología de nuestra infancia y de refinadas experiencias estéticas a la vez que de un esfuerzo trágico para sacar de sí, a la luz, esas verdades horrendas que, para usar una comparación que sin duda no hubiera molestado a Bataille, los católicos solo se atreven a musitar con esfuerzo en la seguridad oscura del confesionario.
INDICE
El placer glacial, por Mario Vargas Llosa
HISTORIA DEL OJO
El ojo del gato
El armario normando
El olor a Marcelle
Una mancha de sol
Un hilillo de sangre
Simone
Marcelle
Los ojos abiertos de la muerte
Animales obscenos
El ojo de Granero
Bajo el sol de Sevilla
La confesión de Simone y la misa de Sir Edmond
Las patas de la mosca
Reminiscencias
Plan para una continuación de la Historia del ojo