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Ed. Interzona, año 2008. Tamaño 22 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 200
A veces, ignorar las formalidades. Dejar de pensar en la consecuencia temática para centrarse en un episodio. Detenerse tan sólo en una escena; un cuadro doméstico, diálogos que encuentran toda su significación en la brevedad, un narrador que logra infiltrarse en el centro de toda inquietud. Como si se tratara de un cuadro al que le vamos quitando objetos; como si estuviéramos a cargo de la composición de una escena. No se trata del sentido, sino de la provocación.
Son esas primeras páginas de En Otro Orden de Cosas las que intensifican un deseo de irresponsabilidad por parte del que lee (si es que, como algunos creen, existe una manera de leer), y subvierte la necesidad de consecución: la literatura no es la historia de lo que pasará, sino la contemplación de una intimidad irreversible, el deslumbramiento frente a la escasez. Si bien hay plan, no se trata de seguirlo. Hay que intentar trazar la propia ruta; y si hay que escribir, evitar una totalidad. Tal como el protagonista del texto de Fogwill: derribar lo que creemos indispensable.
En consecuencia, la novela del escritor argentino, como muchos textos, soporta múltiples lecturas: el testimonio político, los cruces y trueques generacionales, la transformación urbana como símbolo de cambio, el no sometimiento al orden convencional, son elementos presentes y de suma importancia al momento de intentar dar con una lectura completa y compacta.
Hay un hombre y una mujer, un departamento, un edificio. Afuera, la ciudad que se presenta como una sombra que no permite ver que hay algo más allá. Aunque se intuye. Y el narrador que lo constata: “Salir: otro imposible”. En esta primera parte, en estos primeros dos años, lo que importa es lo que sucede adentro. La vida doméstica, la vida en pareja, con esas conversaciones y rutinas que trazan toda una estrategia de poder y manipulación. Apenas una abertura al exterior: una ventana, un patio interior, un cielo, voces, algo de ruido.
“…esa constancia de mirar, cortar el fiambre y la salchicha, reponer leche en la lata, limpiar baldosas percutidas entre los sanitarios del baño y despertar a medianoche sobresaltada hasta asegurarse de que el gatito estaba dormido en su lugar se parece a lo primero que él imagina cuando intenta definir el amor”
El hombre, al igual que el narrador, observa. Fija su atención en los detalles, en las preguntas que se desprenden de esos detalles, en la finalidad de ciertas acciones. Por más que la interrogante no se pueda resolver, se pregunta qué es lo que hace que estén juntos. Que sigan estándolo. La oscuridad de ciertos sentimientos no conocen frontera, y el protagonista fantasea con el diseño de un final que permita ser la génesis de otro lugar y tiempo. El texto de Fogwill se construye hacia fuera. Tiene su punto de inicio en un departamento, pero, como se nos revelará al avanzar el relato, la exterioridad comienza a ser protagonista. La fantasía de la fuga, la idea de que la memoria se puede secar, la presunción de que la política es el camino de renovación; todas posibilidades que no se llegan a dibujar del todo mientras dura el conflicto.
Los fantasmas que molestan son los que alguna vez prometieron y no fueron capaces de cumplir. El espacio de la intimidad que presume un compromiso que, con el tiempo, ni siquiera se recuerda. En sus Diarios, Kafka escribe que “Sólo el deseo de morir y el hecho de seguir resistiendo todavía, sólo eso es amor”. Y ése parece ser el dilema del protagonista cuando comienza a soñar la muerte de su mujer. “Son cosas que se hacen por rencor, o por amor, o por no haber podido imaginar otras”. No obstante, hay algo de extraña lucidez, una especie de pálida salida frente a ciertas situaciones. Una comprensión que se enciende cuando el protagonista comienza a mirar más allá de las paredes de su departamento. Cuando, en definitiva, el escritor que está más allá de todo, prolonga la visión de su relato y dirige el lenguaje, con su mecánica de artificio, hacia otras fronteras. Porque lo que no se dice, no llega a suceder. Porque el testimonio delata tanto la acción como la falta de ella.
Pero nunca le habló de las caídas por la ventana. Ni de la de él – la suya- ni de la que imaginaba para ella. Estas historias de matar distraen de las verdaderas chances de matar y disimulan la complicidad de los amantes con un crimen más eficaz e inevitable: el tiempo.
Estas primeras páginas de En Otro Orden de Cosas contienen toda la tensión que adopta el lenguaje cuando éste debe desenvolverse en el espacio íntimo. Lo doméstico como el lugar donde el lenguaje expone toda su fragilidad de significados. Y está lo que se dice, con esa quietud aparente, pero también el temor hacia lo que el otro no se atreve a decir o puede confesar en cualquier momento. Y la habitación como la zona en permanente conflicto con lo imprevisible.
Cada uno de los capítulos de este libro remite a un año, arrancan en 1971 y cierran en 1982, la antesala de la “restauración democrática” en la Argentina.
Perón se muere, claro, algunos amigos van a trabajar para el enemigo. La dictadura. Volver a empezar. Y en el simbólico puesto de quien maneja las topadoras y los bulldozers que todo lo tiran abajo para que pasen las autopistas, y entre los escombros prefieren no darse por aludidos cuando aparecen cráneos, cárceles del pueblo, túneles y capillas clandestinas de sacerdotes amigos. El pasado se disuelve y el presente que arrima el futuro es el éxito en la empresa privada. El cerebro puesto a trabajar para el capital con la misma eficacia que con anterioridad trabajara –medita el personaje– para la revolución social.
Curiosamente son los capitalistas españoles los que desembarcan en estas costas y empujan la transformación que ahora lleva a la inversión en cultura. Parte de lo más interesante de En otro orden de cosas es esa paradoja saltimbanqui que termina empujando al actor hacia la “vida intelectual”, por afuera de la vida “real” y como efecto colateral de los beneficios de los inversionistas extranjeros. La adaptación es plena, eficiente; efecto secundario sobre el intelectual criollo estándar que se da de bruces con el arte y sus barroquismos como sedante consolatorio: “la revolución se disipaba en el pasado como un mal recuerdo”.
El héroe, vaciado, vacío, se pregunta por el amor y siempre se termina contestando: “el amor es esto”. Cruza de escéptico, realista y cínico vulgar.
Claro que la novela puede entenderse no en los términos del experimento sociológico: qué es lo que la historia hace sobre las personas, sino en la proporción del ensayo de interpretación vuelto sobre los discursos.
Así En otro orden de cosas debería interpretarse como el juego perverso del Fogwill polémico y opinador sobre cierto “relato” simplificador y aguachento sobre la historia nacional. Ése que afirma que en tal año todos fuimos gorilas y en tal año todos fuimos peronistas, en tal año todos fuimos montoneros guerrilleros y en tal año todos nos guardamos y zafamos como pudimos empeñados en enterrar los sueños de cambio, en tal año todos leímos Anagrama y fuimos a las presentaciones de los libros de las editoriales españolas donde se comía y se tomaba gratis y en tal año todos nos hicimos demócratas… En fin, esa alquimia de las generalizaciones banales que más bien iluminan la lengua del periodismo ilustrado y el académico mediocre que han cimentado el sentido común al respecto.