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Ed. Pre-Textos, año 2011. Tamaño 21 x 15 cm. Estado: Impecable, como nuevo. Cantidad de páginas: 90
Jeymer Gamboa nació el 5 de enero de 1980 en Santa Cruz de León Cortés (zona de Los Santos), al sur de San José, capital de Costa Rica. Actualmente reside en el barrio de Villa Crespo en Buenos Aires, Argentina. Es egresado de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires (UBA). También estudió periodismo y producción audiovisual en la Universidad de Costa Rica (UCR). Ha trabajado como periodista en distintos medios costarricenses.
Como realizador audiovisual ha dirigido documentales y cortometrajes experimentales que se han mostrado en festivales y muestras de México, Costa Rica, Cuba, España, Polonia, Brasil y Argentina, entre los que destacan Rastros (2010), Marino de tierra (2010) y De cómo mirar una ventana con ladrillos (2008).
También ha incursionado en proyectos de videoinstalación mostrados recientemente en Buenos Aires bajo el título de Extinciones(2012).
En 2011 la editorial Pre-Textos publicó su primer libro de poemas, Días ordinarios, con el que obtuvo el XI Premio internacional de poesía Emilio Prados, convocado por el Centro Cultural Generación del 27 en Málaga, España. También publicó los libros Nuestra película de las vacaciones (2014, ed. Liliputienses), El desplazamiento circunstancial (2015, ed. Arlekín) y la plaquette La insistencia de la luz (2015, ed. Neutrinos).
Ha sido incluido en las antologías Una temporada en el Centro. Panorama actual de la poesía en Costa Rica (2013, ed. Amargord) y 1.000 millones. Poesía en lengua española del siglo XXI (2014, ed. Municipal de Rosario).
Sus textos aparecen en revistas impresas y publicaciones en Internet como Catálogos de Valverde, revista Ping Pong, El maquinista de la Generación, Campotraviesa, Buensalvaje, Litoral, entre otros.
¿Tu interés por la poesía proviene de tu familia, del colegio o de alguna otra fuente?
Comenzó en el colegio. Viví hasta los dieciocho años en un pueblo de poco más de mil habitantes, un pueblo de primos, endogámico, de fuertes costumbres religiosas y actividades campesinas. Mi familia siempre se dedicó a la agricultura, a sembrar café, aguacate, mora y granadillas. En ese ambiente había muchos estímulos, mucho contacto con la naturaleza, pero no había libros. No había mucho espacio para la lectura. Lo que había era trabajo en la finca, algunas limitaciones económicas y la liturgia de los domingos.
La biblioteca del colegio, que estaba en otro pueblo, era muy modesta. Sin embargo, ahí empecé a leer libros de poesía por mi cuenta, a Vallejo, Neruda, Paz. Luego mi profesor de inglés me pasó textos de poesía norteamericana e inglesa, me los pasaba en inglés o me los traducía, de Whitman, Dickinson, Keats. Todavía tengo la carpeta con las fotocopias que él me dio. Este profesor estaba muy interesado en todo eso y empezamos a compartir textos entre nosotros, eran lecturas y actividades por fuera de las clases del colegio, leíamos por gusto.
Has estudiado periodismo y realización audiovisual. En tus poemas podemos encontrar una constatación artística de lo que ves al salir a la calle y existen muchas metáforas cinematográficas –empezando por el título de tu último libro, Nuestra película de las vacaciones-. ¿En qué medida sientes que el periodismo y la realización audiovisual han influido sobre tu poesía?
Sin proponérmelo se ha ido colando mucho lenguaje cinematográfico y procedimientos de las artes visuales en mis textos. Supongo que se debe a los intereses que uno tiene. Para mí son todos oficios distintos. En periodismo y realización audiovisual, por lo general, todo es más metódico, hay planes y objetivos que uno se fija de antemano, hay temas, encargos, tiempos de entrega, etc. La poesía es un misterio. En la poesía no hay nada a priori, uno camina siempre a tientas. Creo que uno escribe poesía para tratar de entender qué es un poema, algo que nunca se termina de resolver y, por eso, uno sigue escribiendo, hay una fuerza misteriosa detrás. El “salir a la calle” de esos poemas en realidad es un andar a la deriva, todo es más caótico y azaroso.
¿Qué opinas de la métrica en el poema? ¿Te parece un concepto anticuado?
Me parece que es una herramienta más, pero en mi caso es una limitación, porque no es algo que domine. No me parece un concepto anticuado y no está mal estudiar métrica, aunque yo no escribo de esa manera. Por otro lado, hay gente que se termina encasillando en una estructura o en ciertas formas de escribir, se ponen la camisa de fuerza. Hace poco leí que a Rodrigo Lira no le gustaba llamar poesía o poemas a sus textos y prefería usar la palabra escrituración. Me gusta más esa idea: una escritura abierta, híbrida, donde se mezclan las formas y los géneros, donde se pueden arriesgar cosas, incluso cometer errores.
¿Lees habitualmente más prosa o poesía?
Seguramente leo más prosa, pero la prosa la leo como poesía. La verdad es que no hago mucha distinción entre los géneros. No entiendo de literatura. Lo que hay son modos de leer. Cuando leo siempre busco las mismas cosas: un clima o una atmósfera, los detalles, la frase sugerente, la descripción de pequeñas situaciones, algún tipo de sentimiento, una incomodidad. Es una lectura de fragmentos, de bloques, de subrayados, de misceláneas. Un lector salteado, como dice Macedonio. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo las novelas de Karl Ove y la poesía de Juana Bignozzi y no hago distinción entre esas lecturas y los emails que me mandan mis amigos, en el sentido de que estoy leyendo para encontrar algo: ese fragmento puro y mínimo.
Hay algunos giros porteños en muchos de mis poemas, al principio eso me generaba conflictos, pensaba que tenía que eliminar esas palabras. Después resolví que debía dejarlas, que de alguna forma el poema pedía que estuvieran ahí. En algunos textos aparece todo mezclado, palabras que vienen de mi pueblo, del lenguaje materno, como siembros, candelillas, cas, etc. con otras que son más porteñas, como ruta, subte, fernet, etc. Eso me parece que está bien, que aparezcan las palabras que el poema necesita o pide. Además así hablo yo, con acento tico y usando algunos giros porteños.
Buenos Aires es una ciudad para caminar. A veces uno recorre treinta o cuarenta cuadras, casi sin darse cuenta. Siempre aparece ese impulso de bajarse del bus o del subte una o dos estaciones antes de llegar a la casa y caminar ese trayecto. La ciudad también tiene una luz especial, es una ciudad muy luminosa, hay días en que uno sale a la calle y parece que todas las cosas brillan, todo se vuelve muy sugestivo con la trayectoria solar según donde uno esté: la costanera, el parque Centenario, el bar San Bernardo, las calles estrechas del centro, una terraza en Villa del Parque.
Con Días ordinarios ganaste en España el premio Emilio Prados para un autor menor de treinta y cinco años. ¿Era la primera vez que veías publicada tu poesía? ¿Por qué enviaste tu libro a un premio que se publicaba en España y no trataste de verlo publicado en Costa Rica o Argentina?
Ese premio me permitió publicar mi primer libro, hasta entonces no había publicado ni siquiera un poema en una revista. Siempre me ha costado acercarme a los editores, o enviarle mis textos a alguien para saber qué opinión tiene, con la excepción de un par de talleres literarios que había hecho hasta ese momento.
Lo del premio me permitía presentarme desde el anonimato, incluso si usaba mi nombre real, y en un lugar donde no conocía a nadie ni tenía relación con su ambiente literario. Ahora esos poemas y los que publicó Liliputienses han ido apareciendo en antologías y plaquetas en Costa Rica y Argentina.
Recomiéndanos, por favor, a un poeta clásico costarricense y a otro actual
Recomiendo a Francisco Amighetti, no sé si llamarlo un poeta clásico, pero sí es de una generación muy anterior a la mía. Sus poemas son sencillos, como dibujos o viñetas sobre la vida en la provincia, o más bien en los límites interprovinciales, una poesía de las orillas. Me gusta la forma en que describe el paisaje, los espacios y los objetos. Sus poemas son sobre tapias, caminos, acequias, pulperías, viejas iglesias, fuentes de piedra y cantinas. También hay una mezcla de asombro místico y curiosidad astronómica en su poesía que me gusta mucho. Tenía la particularidad de acompañar sus poemas con hermosos grabados realizados por él, fue también un conocido artista plástico. Amighetti tiene un libro de crónicas sobre los viajes que hizo por diferentes países, en uno de esos textos habla de la época en que vivió aquí en Buenos Aires, en pensiones y hoteles familiares cerca de Constitución.
Por otro lado, recomiendo a Felipe Granados, un poeta de mi generación que murió joven. En vida solo publicó un libro titulado Soundtrack. Un poemario que me recuerda a esos compilados de música que uno grababa de la radio en casetes TDK, donde pueden convivir perfectamente canciones de José María Arguedas con Nine Inch Nails. El año pasado publicaron en Costa Rica otro libro de él con poemas que dejó inéditos. No puedo decir que Felipe fuera un amigo íntimo ni nada parecido, pero sí lo recuerdo con mucho cariño, las veces que me lo cruzaba por casualidad en la calle siempre sacaba algún libro o fotocopia y me lo leía en voz alta, era algo que hacía con gente conocida; una vez me leyó un poema de Gabriel Ferrater en un restaurante; otro día un cuento de Osvaldo Lamborghini en una venta de libros usados y también me leyó un fragmento de Los detectives salvajes en un bus mientras cruzábamos el centro de San José. Era lindo escucharlo leer. Escribió unos poemas muy potentes.
carretera (Días ordinarios, 2011), por Jeymer Gamboa
Sombras de cipreses asfaltan la ruta
El viento me roza la cara y la mente se deshoja
como un cuaderno
Advertencias de deslizamientos son las únicas advertencias
de este lado de la carretera
Dos o tres recuerdos alternándose en en trayecto
como cambios de velocidad
Las cruces que recuerdan a otros
achicándose en el espejo