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Ed. Edhasa, año 2007. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 23,5 x 14,5 cm. Selección, traducción y prólogo de Eduardo Iriarte. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 986
El hombre está francamente mayor, y no se trata sólo de la edad (82) sino de algo que podría llamarse crepuscular. Todo lo tuvo (y en rigor nada perdió) pero hace tanto que la mentalidad de Gore Vidal se ha cristalizado, hace tanto que su humor, su figura de escritor y su manera de leer se han sedimentado, que volver a sus ensayos literarios y políticos —pero sobre todo a los literarios— es un ejercicio parecido al de tomar sol: es agradable pero incómodo, o incómodo pero agradable. Pica, tironea. Las opiniones literarias de Gore son predecibles pero interesantes. Y picantes.
Su combate contra el academicismo debería figurar entre las grandes cruzadas solitarias del siglo XX. Sus sentencias podrían llenar libros y más libros de frases cáusticas y célebres (ejemplo: “La generación beat fue la única respuesta a la aridez de los años cincuenta. Luego, con la misma premura que llegaron, se fueron; no quedó más que una vaharada de marihuana en el aire como indicio de su exuberante paso”); su sensatez como lector debería servir de ejemplo cuando vivimos en la permanente exaltación de la rareza por la rareza misma.
Pero hay que admitir que estos ensayos dejan al descubierto un efecto Gore en el lector: si el escritor al que destroza o ensalza coincide con tu gusto, todo está bien, si no, te irritará sobremanera. ¡Qué alegría cuando habla maravillas de Tennessee Williams o Carson McCullers! Pero qué injustas sus palabras contra Fitzgerald o Hemingway. Cómo sacude a Barthes (no tanto por él a quien celebra su enorme inteligencia, sino por sus snobs seguidores) o a la “señorita Sontag”, pero qué dudas deja su apreciación literaria de Mishima. Y sobre Updike ¿no será que no puede entender que alguien que proviene de los suburbios sea de derechas porque él en el fondo siempre fue un niño rico mimado a quien ser progresista nada le costó?
Conjeturas, desde luego, y cuestión de opinión. La subjetividad de Gore Vidal es de todas formas muy democrática: no nos pide que seamos incondicionales, sólo que tengamos sentido del humor (y que Nabokov nos parezca un pedante insoportable).
A pesar de las cristalizaciones señaladas cabe aclarar que la lectura de esta recopilación permite extraer algunas enseñanzas de la mirada de Gore: es de los pocos que al poner el ojo sobre el campo intelectual de su país está muy atento a la evolución de los medios audiovisuales, en especial de la televisión, que detesta pero no deja de lado; nos revela la trama cultural de los Estados Unidos al menos desde los años ‘40, sin caer en la idea ficticia de que el mundo letrado se alimenta a sí mismo indiferente a cualquier forma de la modernidad.
Es que Gore Vidal fue y es ante todo un escritor mundano. Ni la política ni la sexualidad ni las celebridades —entre otras formas de lucha en el barro— le han sido ajenas a lo largo de su larga vida.
Quizás en el final de toda una era donde su nombre y el de Norman Mailer son los nombres de los últimos sobrevivientes de un tiempo ya mítico, a Gore le correspondan los calificativos que él supo atribuir a la civilización norteamericana, a la que consideró a la vez romántica y puritana. “El mal comportamiento del artista apasiona al romántico, su sufrimiento y castigo ulteriores satisfacen al puritano”, escribió. Pero hay una enorme diferencia entre ser un romántico y un eterno niño irresponsable. Y hay una diferencia también muy grande entre ser un puritano o un quejoso moralista que señala sin cesar la paja en el ojo ajeno.
Quizás a Gore Vidal le cabe la expresión de ser “un puritano en el burdel”. Hay que haber bebido para saber qué gusto tiene la bebida, su daño y su goce. Sus ensayos literarios aún conservan el gusto estimulante de una bebida que de tan añejada promueve destellos de un sabor nuevo.
INDICE
La melancolía del francotirador, por Eduardo Iriarte
PRIMERA PARTE: EL ASUNTO DE LA FICCIÓN
Novelistas y críticos de los años cuarenta
Una nota acerca de la novela
El autobombo de Norman Mailer
Los escritores y el mundo
Gánsters literarios
Las letras francesas: Teorías sobre la nueva novela
La plástica americana: el asunto de la ficción
La nueva novela de la señorita Sontag
La charla libresca de Henry James
La copa dorada de Henry James
Twain en la gran gira
Oscar Wilde: otra vez de capa caída
La casa de las penas, de Bernard Shaw
Maugham: mitad y mitad
El Sexus de Henry Miller
Amigos por correspondencia: Henry Miller y Lawrence Durrell
Edmund Wilson: este crítico, esta ginebra y estos zapatos
El caso de F. Scott Fitzgerald
John Dos Passos a mediados de siglo
La ciencia ficción de Doris Lessing
El profesor V. Nabokov
Algunos recuerdos del Pájaro Glorioso y de quien una vez fui
En recuerdo de Tarzán
La muerte de Mishima
La Italia de Sciascia
Las novelas de Calvino
La muerte de Calvino
Montaigne
Una nota sobre La ciudad y el pilar de sal y Thomas Mann
La madriguera del propio «conejo»
SEGUNDA PARTE: LOS PLACERES DEL CAOS
Los doce cesares
El sexo y la ley
El sexo es política
Brutalidad policial
Pornografía
La liberación de la mujer: el feminismo y sus amarguras
El triángulo rosa y la estrella amarilla
Los pájaros y las abejas
Narcisismo contagioso
Cómo encontrar a Dios y ganar dinero
Los niños ricos
Droga
Primera nota sobre Abraham Lincoln
Cómo hago lo que hago pero no por qué
Política paranoide
El presidente Kennedy
Melodramas políticos
Richard Nixon no es el mejor hombre de El mejor hombre
El auténtico sistema bipartidista
Ronnie y Nancy: una vida de película
Ultima nota sobre Abraham Lincoln
El monoteísmo y sus amarguras
Los compañeros de cama incurren en chanchullos políticos
Cómo nos perdimos el baile del sábado
En la guarida del pulpo
Ha llegado la hora de que se celebre una convención popular
Mickey Mouse, historiador
La raza contra el tiempo
El caos
La guerra en casa (o bien) La Declaración de Derechos Civiles hecha trizas
Lo que Timothy McVeigh significa
El Martes Negro