Precio y stock a confirmar
Ed. DeBolsillo, año 2007. Tamaño 19 x 13 cm. Traducción de María Angeles Grau. Prólogo de Lluís Izquierdo. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 258
Como una piel contraída por la invasión súbita del frío exterior ante el sobresalto interior, Viena despertó estremecida —pero crepuscularmente lúcida— ante el impacto atronador, y gaseado, de la Primera Guerra europea. El siglo XX iniciaba en su caso el paradigma del principio y el fin de una era que en su espacio urbano e intelectual materializaba las líneas de T. S. Eliot: «In my Beginnig is my End, in my End is my Beginning».
Viena había capitalizado la ensoñación patricia europea, concentrada en el ámbito centroriental del Viejo Continente: once nacionalidades, etnias variadas y confesiones religiosas de difícil o quimérica convivencia. Bajo el imperio, o la inercia latente de un poder con la sola fuerza de su declive, la armonía de un mundo con tres ciudades imperiales (Praga y Budapest además de las que asumía una titularidad hipotecada) no era sino el presentimiento de su desintegración.
Roto, o transformado si se prefiere, el mundo no era ya el mítico y paterno-familiar del nombre de Francisco José —sesenta y ocho años de mando, con bastón, y no de mando los últimos—; las nuevas realidades iban a imponerse. Para el vienés, esa figura que concentra avances científicos, preocupación minuciosa por el lenguaje y conciencia de la crisis que en los cambios mismos de su espacio se manifiesta, el latido de la alarma supone un llamamiento irrenunciable a la reflexión.
Las ambiciones de poder y sus resabios iban a redibujar con sus tropelías, o a restablecer con sus reivindicaciones, un mapa que seguiría quebrando y recosiendo a lo largo del siglo XX las costuras de unas fronteras tan lábiles como lo requirieran la tensión y el tesón —o el empecinamiento— de sus identidades.
Hermann Broch —un «autor a pesar suyo» (Dichter wider Willen), como lo definió su amiga Hannah Arendt— vivió práctica y literariamente como ingeniero y hombre de empresa hasta pasar a su vocación artística, el clima humanístico de Viena, pero también la vanidad de sus varias correcciones oficiales, el exceso de ornamentación como disfraz de su vacío. En su ensayo sobre «Hofmannsthal y su tiempo», traza un diagnóstico preciso y elocuente al respecto. El sentido crítico que revelan las páginas en torno al gran poeta y su ciudad, escritas hacia el final de su vida en Estados Unidos, presidía ya las líneas de su trilogía Los sonámbulos.
De 1888 a 1918, y al frágil amparo del Romanticismo, sitúa en la Prusia finisecular, y en las conflictivas zonas industriales de Alemania, el teatro de unas circunstancias y personajes representativos de un común escenario germánico. No descuida algún paraíso provisional contemplativo, y aun abismático, para mostrar el lado de sombra que gravita en sus desapoderados protagonistas, y les confiere un relieve superior que ellos mismos ignoran.
La especulación a propósito de paisajes mentales (que parecen ávidos de hablar al alma) y el registro de las realidades de un capitalismo sin contemplaciones, con progresos tan evidentes como sus crímenes, conforman esta trilogía. Hermann Broch, vienés, sensible, auscultador de los vientos del espíritu, dialoga narrativamente con el lector, y lo sitúa en una Alemania predominante y aglutinadora que por su experiencia empresarial conocía bien. Los sonámbulos conforman una reflexión ejemplar para comprender, más allá de las geografías estrictas del texto, el devenir de una Europa que, después de 1945 —con Dachau y Auschwitz y Coventry y Dresde— parece, sobre todo, una promesa incumplida.
Lluis Izquierdo